Veinte años y una verdad: Nunca quise ser padre
—Nunca quise tener hijos. Lo hice por ti.
Las palabras de Andrés flotaron en el aire, pesadas como el plomo, mientras el sol de la mañana se filtraba por la ventana de nuestra cocina en Medellín. Yo estaba cortando mango para el desayuno de nuestra hija Camila, que justo había empezado la universidad. Andrés hojeaba el periódico, como cada sábado, con su café humeante entre las manos. Pero esa mañana, su voz tembló y supe que algo se quebraba.
Me quedé inmóvil, el cuchillo suspendido sobre la tabla. Sentí un frío recorriéndome la espalda. ¿Cómo podía decirme eso después de veinte años juntos? ¿Después de tantas noches sin dormir, de tantas risas y lágrimas compartidas por Camila?
—¿Qué estás diciendo, Andrés? —pregunté, apenas reconociendo mi propia voz.
Él bajó la mirada. —No quería ser padre. Nunca lo soñé. Pero tú… tú lo deseabas tanto. Pensé que podría aprender a quererlo.
El silencio se instaló entre nosotros, solo interrumpido por el canto lejano de un gallo y el ruido de los buses bajando por la avenida. Sentí que todo lo que habíamos construido se desmoronaba como una casa de naipes.
Recordé la primera vez que hablamos de tener hijos. Fue en una fiesta familiar en Envigado, cuando apenas llevábamos dos años casados. Yo le conté mi sueño de tener una familia grande, como la de mis padres en Bucaramanga. Él sonrió y me abrazó fuerte. Nunca imaginé que detrás de esa sonrisa había dudas tan profundas.
—¿Y Camila? —pregunté, con un nudo en la garganta—. ¿No la amas?
Andrés suspiró. —La amo, claro que sí. Pero siempre sentí que no era suficiente… Que no era el padre que tú esperabas.
Me senté frente a él, las manos temblorosas. De pronto, todas las discusiones pequeñas —por quién llevaba a Camila al colegio, por las tareas del hogar, por el dinero— cobraron otro sentido. ¿Había estado solo cumpliendo un papel? ¿Había fingido todos estos años?
—¿Por qué me lo dices ahora? —quise saber—. ¿Por qué después de tanto tiempo?
Andrés se encogió de hombros. —Camila ya es adulta. Siento que te debo la verdad. No quiero seguir viviendo con esta culpa.
La rabia me invadió. Pensé en mi madre, en cómo siempre decía que los hombres a veces callan cosas por miedo o por costumbre. Pero esto era demasiado grande para callar.
Esa semana fue un infierno silencioso en casa. Camila notó la tensión y preguntó si todo estaba bien. Le mentí: «Solo estamos cansados». Pero por dentro me sentía traicionada, como si hubiera vivido una vida prestada.
Una noche, no aguanté más y llamé a mi hermana Lucía en Bogotá.
—¿Cómo puedes seguir ahí? —me preguntó ella—. ¿No te duele?
—Me duele todo —le respondí llorando—. Siento que no conozco al hombre con quien compartí media vida.
Lucía me aconsejó buscar ayuda profesional, pero yo solo quería entender cómo seguir adelante con esta verdad clavada en el pecho.
Los días pasaron entre silencios incómodos y miradas esquivas. Andrés intentaba acercarse, pero yo me alejaba más con cada intento. Empecé a cuestionar todo: nuestras vacaciones en Santa Marta, los cumpleaños de Camila, las fotos familiares colgadas en la sala… ¿Había algo real en todo eso?
Un sábado, Camila nos reunió en la sala.
—Sé que algo pasa —dijo firme—. No soy una niña. ¿Van a separarse?
Nos miramos con Andrés, incapaces de responderle. Vi el miedo en sus ojos y sentí una punzada de culpa. Ella no tenía la culpa de nada.
Esa noche, Andrés y yo hablamos largo y tendido por primera vez desde su confesión.
—No quiero perderte —me dijo—. Pero tampoco quiero seguir mintiendo.
—¿Y yo? —le respondí—. ¿Dónde quedo yo con todo esto? ¿Cómo reconstruyo mi vida sabiendo que lo más importante para mí fue solo un sacrificio para ti?
Andrés lloró por primera vez en años. Me contó cómo su propio padre fue ausente y frío, cómo siempre temió repetir esa historia. Me confesó que muchas veces quiso huir, pero se quedó porque me amaba a mí y a Camila a su manera.
Esa noche no dormí. Pensé en todas las mujeres que conozco: amigas, primas, vecinas… ¿Cuántas viven historias parecidas? ¿Cuántas callan sus deseos o sus miedos por amor o por costumbre?
Decidí ir a terapia sola primero. Necesitaba entenderme antes de decidir si podía perdonar o no a Andrés. En las sesiones lloré mucho, pero también aprendí a ver mi propia fortaleza.
Hoy han pasado seis meses desde aquella mañana fatídica. Andrés y yo seguimos juntos, pero nuestra relación es distinta: más honesta, más frágil también. Camila sabe parte de la verdad y nos apoya como puede.
A veces me pregunto si hubiera preferido vivir en la mentira o enfrentar esta dolorosa verdad. Pero sé que merezco una vida auténtica, aunque duela.
¿Ustedes qué harían si descubrieran que su pareja nunca quiso compartir el sueño más grande de su vida? ¿Vale la pena seguir luchando o es mejor empezar de nuevo?