Corazón dividido: Entre el amor a mi hijo y el rechazo a Mariana
—¡No quiero verla en mi casa otra vez, Andrés!— grité, con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba los cristales y el trueno hacía temblar las paredes de nuestra vieja casa en San Martín de Hidalgo. Mi hijo me miró con esos ojos grandes, llenos de tristeza y rabia contenida. Mariana, su esposa, se había ido hacía apenas unos minutos, con el rostro empapado de lágrimas y dignidad herida.
Me quedé sola en la sala, abrazando la foto de Andrés cuando era niño, con sus cachetes redondos y esa sonrisa que era solo para mí. ¿En qué momento perdí a mi hijo? ¿Cuándo fue que Mariana se interpuso entre nosotros? El resentimiento me quemaba por dentro como aguardiente barato.
Recuerdo el primer día que Andrés me la presentó. Era una tarde calurosa, y yo había preparado mole como le gustaba. Mariana llegó con una blusa sencilla y una sonrisa nerviosa. «Mucho gusto, señora Lucía», dijo, extendiendo la mano. Yo apenas la toqué. Desde el principio sentí que no era suficiente para mi hijo. No tenía estudios, venía de una familia humilde, y su acento del campo me sonaba a falta de mundo.
—¿Por qué no puede elegir mejor?— le pregunté a mi hermana Rosa esa noche por teléfono.
—Ay, Lucía, no seas tan dura. El amor no entiende de clases— me respondió ella.
Pero yo no podía aceptarlo. Sentía que Mariana me robaba a mi único hijo, que lo alejaba de mí poco a poco. Las visitas se hicieron menos frecuentes; las llamadas, más cortas. Cuando venían juntos, yo encontraba cualquier pretexto para criticarla: que si la comida estaba salada, que si no sabía limpiar bien, que si vestía demasiado sencillo para salir con nosotros.
Andrés intentaba mediar:
—Mamá, Mariana hace lo mejor que puede. ¿Por qué no puedes darle una oportunidad?
—Porque tú mereces algo mejor— le respondía yo, sin pensar en el dolor que le causaban mis palabras.
El día que nació mi nieta, Valeria, pensé que todo cambiaría. Fui al hospital con flores y un peluche. Cuando llegué, Mariana estaba sola en la habitación, con la niña dormida en brazos. Me miró con desconfianza.
—¿Puedo cargarla?— pregunté.
Ella dudó un segundo antes de entregarme a Valeria. Sentí ese calorcito en el pecho, ese amor nuevo y puro. Pero cuando Andrés entró y abrazó a Mariana primero, sentí otra vez esa punzada de celos. ¿Por qué ella tenía todo lo que era mío?
Con los meses, mi relación con Mariana solo empeoró. Cada reunión familiar era un campo de batalla silencioso. Yo lanzaba indirectas; ella respondía con silencios o miradas tristes. Andrés sufría en medio de nosotras dos.
Una tarde, después de una discusión especialmente amarga sobre cómo criar a Valeria, Mariana explotó:
—¡Ya basta, señora Lucía! No soy su enemiga. Solo quiero que me acepte como parte de la familia.
Yo no supe qué decirle. El orgullo me cerró la boca.
Esa noche Andrés vino solo a verme.
—Mamá, si sigues así, voy a tener que alejarme— dijo con voz temblorosa.
Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Alejarse? ¿Mi hijo? ¿Por culpa de esa mujer?
Pasaron semanas sin verlos. La casa se volvió más fría y silenciosa que nunca. Me refugié en mis recuerdos: los cumpleaños de Andrés, sus primeros pasos, las noches en vela cuando tenía fiebre. Todo eso era mío… hasta que llegó Mariana.
Un día Rosa vino a visitarme.
—Lucía, te estás quedando sola por tu terquedad. ¿No ves que Andrés te quiere pero también tiene derecho a formar su propia familia?
—No entiendes lo que siento— le respondí entre lágrimas.
—Claro que entiendo. Pero tienes que aprender a soltar.
Me costó días digerir esas palabras. ¿Soltar? ¿Cómo se hace eso cuando has dado todo por un hijo?
Finalmente decidí ir a buscar a Andrés y Mariana. Caminé hasta su casa bajo el sol ardiente del mediodía. Toqué la puerta con manos temblorosas. Mariana abrió y me miró sorprendida.
—¿Puedo pasar?— pregunté bajito.
Ella asintió y me hizo pasar a la sala donde Valeria jugaba con unos bloques.
Andrés salió de la cocina al verme.
—Mamá…
No pude contener las lágrimas.
—Perdón… perdón por todo el daño que les he hecho. Solo tengo miedo de perderte, hijo.
Andrés me abrazó fuerte y lloramos juntos. Mariana se acercó despacio y puso su mano sobre mi hombro.
No fue fácil reconstruir lo roto. A veces todavía siento celos o ganas de criticar, pero trato de recordar lo cerca que estuve de perderlo todo por mi orgullo.
Ahora veo a Mariana como una aliada, no una enemiga. Aprendí a quererla por el amor que le da a mi hijo y por la madre que es para Valeria.
A veces me pregunto: ¿Cuántas familias se destruyen por no saber soltar? ¿Cuánto daño hacemos por miedo a quedarnos solos? Ojalá mi historia sirva para que otras madres aprendan antes que yo.