Corazón partido: cuando mi hijo me borró de su vida por su esposa
—¿Por qué no me contestas, hijo? —le susurré al teléfono, apretando el aparato con manos temblorosas, mientras el bullicio del mercado de Magdalena se colaba por la ventana de mi sala. El silencio fue mi única respuesta. Otra vez.
Me llamo Rosa, tengo 56 años y desde hace meses vivo con un hueco en el pecho. Mi hijo, Andrés, mi único hijo, el que crié sola desde que su padre nos dejó por otra familia en Piura, ya no me habla. Todo cambió desde que Lucía apareció en su vida. Antes, Andrés y yo éramos inseparables: los domingos cocinábamos juntos ají de gallina, veíamos fútbol y nos reíamos de cualquier tontería. Pero ahora… ahora ni siquiera responde mis mensajes.
Recuerdo la primera vez que Lucía vino a casa. Era una tarde calurosa de enero y yo había preparado chicha morada y empanadas para recibirla. Ella entró con una sonrisa forzada y un perfume tan fuerte que casi me mareo. Andrés la miraba como si fuera la Virgen misma. Yo traté de ser amable, pero sentí esa distancia invisible, ese muro que sólo las mujeres sabemos reconocer cuando otra quiere marcar territorio.
—¿Te gusta la comida peruana, Lucía? —le pregunté, sirviéndole un poco más de ají.
—Prefiero la comida más saludable —me respondió, apartando el plato con una mueca.
Andrés me miró incómodo. Yo tragué saliva y me callé. Desde ese día, las visitas se hicieron menos frecuentes. Andrés empezó a cancelar nuestros almuerzos con excusas: trabajo, cansancio, compromisos con la familia de Lucía.
Una tarde, después de varias semanas sin verlo, fui a su departamento en Surco sin avisar. Toqué el timbre y fue Lucía quien abrió la puerta.
—¿Qué haces aquí, Rosa? —me dijo sin siquiera invitarme a pasar.
—Vine a ver a mi hijo —respondí, sintiendo cómo se me apretaba el corazón.
—Andrés está ocupado. Mejor llama antes de venir —me cortó, cerrando la puerta suavemente pero con firmeza.
Esa noche lloré como no lo hacía desde que era niña. Me sentí humillada, desplazada, como si ya no tuviera lugar en la vida de mi propio hijo. Al día siguiente, Andrés me llamó para decirme que debía respetar su espacio y el de su esposa. Que ya no era un niño y que tenía su propia familia ahora.
—¿Y yo qué soy entonces? —le pregunté entre lágrimas.
—Mamá, por favor… No hagas esto más difícil —me respondió antes de colgar.
Desde entonces, los días se volvieron grises. Mis amigas del barrio me decían que era normal, que los hijos crecen y hacen su vida. Pero yo veía cómo ellas seguían siendo parte de las vidas de sus hijos: los visitaban, cuidaban a los nietos, cocinaban juntos. ¿Por qué yo no podía tener eso?
Empecé a notar cómo Lucía controlaba todo: las reuniones familiares eran sólo con su familia; los cumpleaños de Andrés los celebraban en casa de sus suegros; hasta las fotos en redes sociales eran sólo con ellos. Yo era un fantasma.
Un día, desesperada por ver a mi hijo, fui al hospital donde trabaja como médico residente. Lo esperé afuera durante horas bajo el sol limeño. Cuando finalmente salió y me vio, puso cara de sorpresa y molestia.
—Mamá, ¿qué haces aquí? —me dijo en voz baja.
—Sólo quería verte… hablar contigo —le respondí casi suplicando.
—No puedes venir así nomás a mi trabajo. Lucía tiene razón: tienes que aprender a respetar nuestros límites —me dijo sin mirarme a los ojos.
Sentí una rabia y una tristeza tan profundas que tuve ganas de gritarle todo lo que tenía guardado: que lo había criado sola, que había trabajado limpiando casas para pagarle la universidad, que nunca le faltó nada porque yo me partí el lomo por él. Pero no dije nada. Sólo lo vi alejarse mientras las lágrimas me nublaban la vista.
Pasaron los meses y la distancia se hizo abismo. En Navidad le mandé un mensaje: “Te extraño, hijo. Aquí tienes tu casa siempre”. Nunca respondió. En Año Nuevo llamé y Lucía contestó:
—Andrés está ocupado. No insistas más, Rosa. Déjanos vivir en paz.
Colgó antes de que pudiera decir algo más. Esa noche brindé sola con una copa de vino barato y una foto vieja donde Andrés me abrazaba sonriendo.
A veces pienso en ir a buscarlo otra vez, pero el miedo al rechazo me paraliza. Mis amigas dicen que debería olvidarlo, hacer mi vida. Pero ¿cómo se olvida un hijo? ¿Cómo se arranca una parte del alma?
He pensado en escribirle una carta contándole todo lo que siento: el dolor, la soledad, la nostalgia de aquellos días en los que éramos sólo él y yo contra el mundo. Pero temo que ni siquiera la lea.
Hoy sólo tengo preguntas sin respuesta: ¿en qué momento perdí a mi hijo? ¿Fue culpa mía por quererlo demasiado? ¿O fue Lucía quien lo alejó de mí por inseguridad o celos? No lo sé. Sólo sé que duele… duele como nunca imaginé que podría doler.
A veces salgo al parque y veo a otras madres jugando con sus nietos y me pregunto si algún día volveré a abrazar a Andrés o si este vacío será mi única compañía hasta el final.
¿Alguna vez han sentido que pierden lo más importante de su vida sin saber por qué? ¿Creen que algún día mi hijo volverá a buscarme o debo resignarme a vivir con este corazón partido?