Cuando el amor se vuelve una carga: La historia de una madre y su hija en el corazón de Medellín

—¿Por qué no me contestas, Camila? —mi voz temblaba mientras sostenía el celular con manos sudorosas. El tono de llamada se repetía, cada vez más lejano, hasta que finalmente la llamada se cortó. Otra vez. Sentí un nudo en la garganta, ese que me acompaña desde hace meses, desde que mi hija decidió que yo era un estorbo en su vida.

Me llamo Lucía Ramírez, tengo 58 años y vivo en un barrio popular de Medellín. Mi vida siempre giró alrededor de Camila, mi única hija. Desde que su papá nos dejó cuando ella tenía apenas cinco años, me prometí que nada le faltaría. Trabajé como empleada doméstica, lavé ropa ajena, vendí arepas en la esquina… todo para que ella pudiera estudiar y soñar con un futuro mejor.

Recuerdo cuando Camila era niña y me abrazaba fuerte después de un día largo. “Mami, cuando sea grande te voy a comprar una casa bonita”, decía con esos ojitos llenos de esperanza. Yo le sonreía, cansada pero feliz, porque sentía que todo valía la pena.

Pero los años pasaron y las cosas cambiaron. Camila fue la primera de la familia en ir a la universidad. ¡Qué orgullo sentí el día que se graduó de ingeniera! Lloré como nunca antes, abrazándola entre aplausos y flashes de celulares. Pensé que todo lo difícil había quedado atrás.

Después conoció a Andrés, un muchacho serio, trabajador, pero siempre distante conmigo. Al principio pensé que era timidez, pero con el tiempo noté cómo Camila empezó a alejarse. Las visitas se hicieron menos frecuentes; las llamadas, más cortas. Cuando les preguntaba si necesitaban algo, Camila respondía rápido: “No, mami, estamos bien”.

Una tarde lluviosa, me atreví a ir sin avisar a su apartamento. Toqué la puerta y escuché susurros adentro. Finalmente abrió Andrés, con cara de pocos amigos.

—¿Lucía? ¿Pasó algo?

—No, solo quería verlos… —dije, sintiéndome pequeña.

Camila apareció detrás de él, incómoda.

—Mami, estamos ocupados… ¿Por qué no llamaste antes?

Me fui con el corazón apretado. Desde ese día supe que algo se había roto entre nosotras.

Las semanas siguientes fueron peores. Cumpleaños olvidados, mensajes sin respuesta. Un día escuché a una vecina decir: “Los hijos se olvidan de uno cuando ya no necesitan nada”. Me dolió porque sentí que hablaba de mí.

Una noche no pude más y le escribí un mensaje largo a Camila:

“Hijita, te extraño mucho. No sé si hice algo mal, pero me duele sentirte tan lejos. Solo quiero saber si estás bien”.

No respondió. Pasaron días hasta que finalmente me llamó.

—Mami, no es que no te quiera… Es solo que Andrés y yo necesitamos nuestro espacio. Ya somos una familia —su voz era fría, casi desconocida.

—¿Y yo? —pregunté entre lágrimas— ¿Ya no soy tu familia?

Silencio.

—Claro que sí… pero tienes que entender —dijo antes de colgar.

Desde entonces he vivido entre recuerdos y preguntas sin respuesta. ¿Será que fui demasiado protectora? ¿Que le di tanto que ahora siente que debe alejarse para respirar? A veces pienso que el amor de madre es como una cuerda: si aprietas mucho, ahogas; si sueltas demasiado, pierdes lo que más amas.

Mi hermana Rosa me dice que debo dejarla vivir su vida. “Así son los hijos ahora”, repite mientras toma café conmigo en la cocina. Pero yo no puedo evitar mirar la foto de Camila en su toga de graduación y preguntarme dónde quedó esa niña que prometía cuidarme cuando fuera vieja.

El barrio también ha cambiado. Antes las vecinas se reunían a conversar en la acera; ahora cada quien está en lo suyo. A veces siento que la soledad es más fuerte cuando tienes recuerdos felices.

Hace poco me enfermé y estuve hospitalizada dos días. Nadie fue a verme. Cuando salí del hospital, encontré mi casa igual de vacía y silenciosa. Lloré hasta quedarme dormida.

Un domingo cualquiera, decidí ir a misa para pedirle a Dios fuerzas para seguir adelante. Al salir, vi a una señora mayor sentada sola en el parque. Me acerqué y empezamos a hablar. Su historia era parecida a la mía: hijos lejanos, nietos desconocidos. Nos reímos entre lágrimas y nos prometimos acompañarnos.

Ahora trato de llenar mis días con pequeñas cosas: cuidar mis plantas, ayudar en la parroquia, conversar con Rosa y mi nueva amiga Teresa. Pero cada noche, antes de dormir, miro el celular esperando un mensaje de Camila.

A veces sueño con ella pequeña, corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Me despierto con el corazón apretado y una pregunta clavada en el pecho:

¿En qué momento el amor se volvió una carga? ¿Será que algún día mi hija entenderá todo lo que hice por ella?

¿Ustedes también han sentido ese vacío? ¿Creen que uno puede querer demasiado a un hijo?