Cuando la verdad duele: Historia de una traición, una amistad y un hijo

—¿Por qué sus ojos son iguales a los de Andrés? —me pregunté, sintiendo cómo el corazón se me apretaba en el pecho mientras sostenía al pequeño Emiliano en brazos. Mariana, mi mejor amiga desde la secundaria, me miraba con una sonrisa cansada pero feliz. Yo intentaba sonreírle de vuelta, pero por dentro todo se estaba derrumbando.

Era una tarde calurosa en el hospital público de Guadalajara. El olor a desinfectante y las voces de otras madres llenaban el aire. Andrés, mi esposo desde hace siete años, estaba a mi lado, demasiado atento, demasiado nervioso. Mariana acababa de dar a luz y yo había venido a apoyarla como siempre lo hacía. Pero cuando vi a Emiliano, sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Sus ojos, grandes y oscuros, eran idénticos a los de Andrés. No podía ser una coincidencia.

—¿Quieres cargarlo? —me preguntó Mariana, extendiéndome al bebé con una ternura que me partió el alma.

Lo tomé en brazos y sentí una mezcla de amor y rabia. ¿Cómo podía ser tan cruel la vida? ¿Cómo podía la persona en quien más confiaba haberme hecho esto? Miré a Andrés de reojo; él evitó mi mirada y fingió revisar su celular.

Esa noche no pude dormir. Andrés se acostó a mi lado como si nada pasara, pero yo no podía dejar de pensar en los ojos de Emiliano. Recordé todas las veces que Mariana venía a casa, las risas compartidas, las confidencias. Recordé también las veces que Andrés se quedaba solo con ella cuando yo salía a trabajar o cuando tenía que cuidar a mi madre enferma. ¿Había sido tan ciega?

A la mañana siguiente, mientras preparaba café, enfrenté a Andrés.
—¿Por qué no puedes mirarme a los ojos? —le pregunté con voz temblorosa.
Él dejó la taza sobre la mesa y suspiró.
—¿De qué hablas, Lucía?
—Sabes perfectamente de qué hablo. Emiliano… ese niño…
Andrés se quedó en silencio. Su silencio fue peor que cualquier palabra.

No necesité más pruebas. La traición estaba ahí, flotando entre nosotros como una nube negra.

Pasaron los días y Mariana me llamaba para agradecerme por estar con ella en el hospital. Yo respondía con frases cortas, incapaz de fingir por más tiempo. Finalmente, un domingo por la tarde, fui a verla. Ella estaba sentada en el pequeño departamento que compartía con su madre, acunando a Emiliano.

—¿Estás bien? —me preguntó, notando mi distancia.
—No lo sé —respondí sinceramente—. Necesito preguntarte algo y quiero que me digas la verdad.
Mariana bajó la mirada y apretó los labios.
—¿Emiliano es hijo de Andrés?

El silencio se hizo eterno. Mariana comenzó a llorar en silencio, lágrimas gruesas rodando por sus mejillas.
—Perdóname, Lucía… Yo no quería que pasara… Fue solo una vez… Yo estaba tan sola y él…
Sentí que me faltaba el aire. Quise gritarle, insultarla, pero solo pude llorar junto a ella. Dos mujeres rotas por el mismo hombre.

Durante semanas no supe qué hacer. Mi madre notó mi tristeza y me preguntó si todo estaba bien con Andrés. No tuve valor para contarle la verdad; ella siempre había admirado nuestro matrimonio y consideraba a Mariana como una hija más.

En el trabajo tampoco podía concentrarme. Mis compañeros notaban mi distracción y una tarde mi jefe, don Ernesto, me llamó a su oficina.
—Lucía, sé que algo te preocupa. Si necesitas tiempo o hablar con alguien…
Agradecí su comprensión pero no podía confiar en nadie más. Sentía vergüenza, rabia y un dolor tan profundo que me costaba respirar.

Andrés intentó hablar conmigo varias veces. Me pidió perdón, juró que había sido un error y que me amaba solo a mí.
—¡No fue solo un error! —le grité una noche—. ¡Fue una traición doble! Me fallaste tú y me falló ella…
Él lloró como nunca lo había visto llorar antes. Pero yo ya no podía consolarlo; algo dentro de mí se había roto para siempre.

La familia de Andrés también se enteró. Su madre vino a buscarme para pedirme que no destruyera el matrimonio.
—Piensa en todo lo que han construido juntos…
Pero yo ya no podía pensar en el pasado ni en lo que habíamos construido. Todo era mentira.

Mariana dejó de llamarme. Supe por conocidos que estaba buscando trabajo y que su madre la ayudaba con el bebé. A veces pensaba en Emiliano y sentía ternura por él; después de todo, no tenía culpa de nada. Pero no podía acercarme sin sentir ese dolor punzante en el pecho.

Pasaron los meses y finalmente tomé una decisión: pedí el divorcio y busqué ayuda psicológica para poder sanar. Mi madre lloró conmigo cuando le conté todo; me abrazó fuerte y me dijo:
—Eres valiente por enfrentar la verdad, hija.

Hoy vivo sola en un pequeño departamento al sur de la ciudad. A veces extraño mi antigua vida, pero sé que merezco algo mejor que vivir entre mentiras. Mariana y yo nunca volvimos a ser amigas; Andrés se fue a vivir a otra ciudad para empezar de nuevo cerca de su hijo.

A veces me pregunto si alguna vez podré confiar plenamente en alguien otra vez. ¿Vale la pena arriesgarse a amar después de una traición así? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?