Diez años a la basura: El precio de una traición
—¡¿Diez años a la basura, Lucía?! —grité, sintiendo cómo la voz me temblaba y el corazón me latía tan fuerte que casi no podía respirar. El eco de mi grito rebotó en las paredes de la pequeña sala, donde el sol de la tarde apenas lograba colarse entre las cortinas polvorientas. Tenía la taza de café frío en la mano, y por un segundo pensé en lanzarla contra el suelo, solo para ver si el estruendo podía callar el dolor que me desgarraba por dentro.
Lucía, mi mejor amiga desde que llegué a Ciudad Juárez hace diez años, se levantó del sofá con los ojos llenos de rabia y lágrimas contenidas.
—¿Y qué querías que hiciera, Mariana? ¿Que te pidiera permiso para vivir mi vida? —me espetó, cruzándose de brazos como si eso pudiera protegerla de mis palabras.
—¡No se trata de permiso! ¡Se trata de lealtad! —le respondí, sintiendo cómo la voz se me quebraba. —¡Tú sabías lo que sentía por Andrés! ¡Tú sabías todo!
Lucía bajó la mirada por un instante, pero enseguida volvió a clavar sus ojos en los míos.
—¿Y tú? ¿Acaso alguna vez pensaste en lo que yo sentía? Siempre fue tu historia, tu dolor, tus sueños. Yo solo era la sombra que te escuchaba.
Por un momento, el silencio se hizo tan denso que podía oír el zumbido del refrigerador viejo en la cocina. Mi mente se llenó de recuerdos: las noches de desvelo estudiando juntas para los exámenes en la universidad, las carcajadas en el parque Chamizal, los secretos susurrados bajo las estrellas del desierto. Y ahora todo eso parecía tan lejano, tan irreal.
—¿Cómo pudiste? —susurré, más para mí que para ella.
Lucía se acercó y me tomó de las manos. Sentí su piel temblorosa y su respiración agitada.
—Mariana… Andrés vino a buscarme. Yo no lo busqué. Él… él estaba perdido. Me dijo que tú ya no lo necesitabas, que habías seguido adelante con tu vida. Yo… yo solo quería ser feliz también.
Sentí una punzada en el pecho. Andrés, el hombre al que amé con todo mi ser, el mismo que me prometió que nunca me haría daño. ¿Cómo pudo buscar consuelo en los brazos de mi mejor amiga?
—¿Y pensaste en mí? ¿En lo que esto significaría para nuestra amistad? —pregunté con la voz rota.
Lucía soltó mis manos y se alejó hacia la ventana. Afuera, los niños jugaban fútbol en la calle polvorienta mientras las madres gritaban desde las puertas que ya era hora de cenar. Todo seguía igual allá afuera, pero dentro de mí algo se había roto para siempre.
—No lo planeé así —dijo Lucía, casi en un susurro—. Pero tampoco podía seguir viviendo a tu sombra. Siempre fuiste tú la fuerte, la valiente, la que todos admiraban. Yo solo quería sentirme viva por una vez.
Me dejé caer en la silla y sentí cómo las lágrimas me quemaban los ojos. Recordé a mi madre diciéndome cuando era niña: “En esta vida, Mariana, lo único seguro es la familia”. Pero ¿qué pasa cuando tu familia elegida te traiciona?
El teléfono sonó en ese momento, rompiendo el hechizo. Era mi hermana menor, Valeria.
—¿Todo bien? —preguntó con esa voz dulce que siempre usaba cuando sabía que algo andaba mal.
—No… no sé —respondí, tratando de sonar fuerte—. Lucía y yo… creo que esto no tiene arreglo.
Valeria guardó silencio unos segundos antes de decir:
—A veces hay heridas que no sanan, Mari. Pero también hay que aprender a soltar.
Colgué y miré a Lucía una vez más. Ella seguía mirando por la ventana, como si esperara encontrar respuestas en el horizonte naranja del atardecer fronterizo.
—¿Y ahora qué? —pregunté finalmente.
Lucía se giró y sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—No lo sé… Tal vez es momento de seguir caminos distintos.
Sentí un vacío inmenso apoderarse de mí. Diez años compartiendo todo: sueños, miedos, hasta el último peso para comprar tacos después de clases. Y ahora… nada.
Me levanté y caminé hacia la puerta. Antes de salir, me detuve y le dije:
—Espero que encuentres lo que buscas, Lucía. Pero no puedo perdonarte… no todavía.
Salí al aire fresco de la tarde y sentí cómo el peso del mundo caía sobre mis hombros. Caminé sin rumbo por las calles polvorientas del barrio, saludando con un gesto cansado a Doña Rosa, que barría la banqueta mientras su nieto jugaba con un trompo viejo.
En mi mente no dejaban de repetirse las palabras de Lucía: “Siempre fuiste tú la fuerte”. ¿De verdad lo era? ¿O solo había aprendido a fingirlo para sobrevivir?
Llegué al parque donde solíamos sentarnos a ver pasar los trenes cargueros rumbo al norte. Me senté en una banca oxidada y dejé que las lágrimas fluyeran libremente. Recordé cuando Lucía y yo soñábamos con irnos juntas a Monterrey o a Guadalajara, escapar del polvo y la violencia de Juárez. Pero los sueños se habían quedado atrapados entre los miedos y las traiciones.
De pronto sentí una mano en mi hombro. Era Valeria.
—Te busqué por todos lados —dijo suavemente—. Mamá está preocupada.
La abracé con fuerza y lloré como no lo hacía desde niña.
—¿Por qué duele tanto perder a alguien que no es de tu sangre? —pregunté entre sollozos.
Valeria me acarició el cabello y respondió:
—Porque a veces esas personas son más familia que la propia sangre… hasta que dejan de serlo.
Esa noche no pude dormir. Daba vueltas en la cama pensando en todo lo perdido: mi confianza, mi amiga, mi amor propio. ¿Cómo se reconstruye una vida después de una traición así?
Pasaron los días y cada uno fue más difícil que el anterior. En el trabajo apenas podía concentrarme; los clientes del café donde era mesera notaban mi tristeza y algunos incluso me dejaban propinas más grandes como si eso pudiera curar mi dolor. Mi madre intentaba animarme con sus historias sobre cómo sobrevivió a los peores años del narco en Juárez, pero nada lograba llenar el vacío.
Un día recibí un mensaje de Andrés:
“Lo siento por todo. No supe manejarlo. Espero algún día puedas perdonarme”.
No respondí. No tenía fuerzas ni ganas de revivir ese dolor.
La vida siguió su curso: las cuentas por pagar, los problemas familiares —mi padre enfermo, Valeria luchando por terminar su carrera— y yo tratando de encontrar sentido entre tanto caos.
Un sábado por la tarde vi a Lucía caminando del brazo de Andrés por el centro comercial Las Misiones. Me vieron y bajaron la mirada. Sentí una punzada pero también una extraña paz: ya no era mi historia, ya no era mi dolor.
Hoy escribo esto desde mi pequeño cuarto rentado al sur de la ciudad. He aprendido a estar sola, a reconstruirme desde las cenizas del dolor y la traición. A veces extraño a Lucía; otras veces me alegra haberme liberado de una amistad basada en mentiras y silencios incómodos.
Me pregunto si alguna vez podré volver a confiar plenamente en alguien… ¿Vale la pena arriesgarlo todo por amor o amistad? ¿O es mejor aprender a caminar sola?