Diez años perdidos: La traición de una amistad

—¡¿Diez años tirados a la basura, Camila?! —grité, sintiendo cómo la taza de café temblaba en mi mano sudorosa. El café ya estaba frío, pero mi rabia ardía como el sol del mediodía sobre las calles de Medellín.

Camila me miró desde el otro lado de la mesa, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de culpa y desafío. —¿Y qué querías que hiciera, Mariana? ¿Que te pidiera permiso para ser feliz? Tú misma dijiste que Julián ya no te importaba.

—¡Eso no te daba derecho! —le respondí, la voz quebrada. —¡Éramos amigas desde el colegio! Compartimos todo… hasta los secretos más feos. ¿Y ahora me sales con esto?

El silencio cayó pesado entre nosotras. Afuera, los buses rugían por la Avenida Oriental y el bullicio de los vendedores ambulantes se colaba por la ventana abierta. Pero dentro del apartamento, solo existía ese vacío frío que deja la traición.

Camila se levantó bruscamente, tirando la silla hacia atrás. —No voy a pedirte perdón por enamorarme. No puedo controlar lo que siento. Además, tú fuiste la que lo dejó ir.

Sentí un nudo en la garganta. Recordé las noches en que lloré por Julián, cómo Camila me abrazaba y me prometía que todo iba a estar bien. ¿Había sido todo mentira? ¿Había estado esperando mi caída para quedarse con él?

—¿Desde cuándo? —pregunté en voz baja, casi temiendo la respuesta.

Ella bajó la mirada. —Desde hace unos meses… Pero no fue planeado. Simplemente pasó.

Me eché a reír, un sonido amargo que no reconocí como mío. —Claro, simplemente pasó. Como si uno se tropezara y cayera en los brazos del exnovio de su mejor amiga.

Camila apretó los labios y recogió su bolso. —No vine a pelear contigo, Mariana. Solo quería que lo supieras por mí y no por chismes del barrio.

—¡Pues qué nobleza la tuya! —le espeté, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con desbordarse. —Vete, Camila. No quiero verte más.

Ella dudó un segundo en la puerta, pero al final salió sin mirar atrás. Cuando el portazo resonó en el apartamento vacío, sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.

Me dejé caer en el sofá y lloré como no lo hacía desde niña. Lloré por Julián, por Camila, pero sobre todo por mí misma: por haber confiado ciegamente, por no haber visto las señales, por haber creído que la amistad era inquebrantable.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Mi mamá notó mi tristeza y me preguntó varias veces qué me pasaba.

—Nada, mami —le decía, forzando una sonrisa mientras ayudaba a pelar papas para el almuerzo. Pero ella sabía que mentía; las mamás siempre saben.

Una tarde, mientras caminaba por el Parque Bolívar para despejarme, vi a Julián y Camila juntos. Iban tomados de la mano, riendo como si nada les importara. Sentí una punzada en el pecho y me escondí detrás de un árbol para que no me vieran.

Recordé cuando Julián y yo paseábamos por ese mismo parque, soñando con un futuro juntos. Ahora ese futuro era de ellos.

Esa noche, mi hermana menor, Valeria, entró a mi cuarto sin tocar.

—¿Por qué no hablas con Camila? —me preguntó suavemente.

—¿Para qué? Ya todo está dicho.

Valeria se sentó a mi lado y me abrazó. —A veces hay cosas que duelen tanto que solo el tiempo puede curarlas. Pero no te encierres sola, Mari. No vale la pena perderte a ti misma por culpa de otros.

Sus palabras me hicieron pensar en todas las veces que había dejado pasar mis propios sueños por miedo a estar sola. Siempre había puesto a los demás primero: a mi familia, a mis amigas, a Julián… ¿Y yo? ¿Dónde quedaba yo?

Pasaron las semanas y poco a poco fui reconstruyendo mi vida sin Camila ni Julián. Me refugié en mi trabajo como profesora en una escuela pública del barrio Buenos Aires. Los niños eran mi salvavidas; sus risas y ocurrencias me recordaban que aún había belleza en el mundo.

Un día, mientras corregía exámenes en la sala de profesores, escuché a mis colegas hablar sobre la importancia de la lealtad entre amigas.

—En este país uno no puede confiar ni en la sombra —decía doña Gloria, meneando la cabeza—. Pero cuando una amiga te falla… eso sí duele más que cualquier cosa.

Sentí que hablaban de mí y quise desaparecer. Pero también supe que no era la única; tantas mujeres en Colombia han sentido esa puñalada de la traición entre amigas o familiares.

Esa noche decidí escribirle una carta a Camila. No para perdonarla ni para pedirle explicaciones, sino para soltar el peso que llevaba encima:

«Camila,
No sé si algún día entenderás cuánto dolió tu traición. No solo perdiste mi confianza; perdiste una hermana. Espero que algún día encuentres paz con tus decisiones. Yo intentaré hacer lo mismo.
Mariana»

No se la envié. La guardé en un cajón junto con otras cartas nunca enviadas: cartas a mi papá ausente, cartas a Julián cuando aún lo amaba, cartas a mí misma cuando sentía que no valía nada.

El tiempo siguió pasando y aprendí a vivir con el hueco que dejaron Camila y Julián. Empecé a salir con nuevas amigas del trabajo; descubrí que aún podía reírme hasta llorar viendo telenovelas o bailando salsa los viernes en casa de Lina.

Un día cualquiera, mientras caminaba por el centro con Valeria, vi a Camila sentada sola en una cafetería. Dudé un momento antes de acercarme.

—Hola —le dije suavemente.

Ella levantó la vista sorprendida. Sus ojos estaban cansados; ya no brillaban como antes.

—Hola, Mari…

Nos quedamos en silencio unos segundos eternos hasta que ella habló:

—Lo siento mucho… De verdad nunca quise hacerte daño.

Asentí sin decir nada más. No necesitaba escuchar excusas ni promesas vacías. Solo quería cerrar ese capítulo de mi vida con dignidad.

Salí de la cafetería sintiéndome más ligera. Por primera vez en mucho tiempo supe que iba a estar bien.

Ahora entiendo que las traiciones duelen porque nos obligan a mirarnos al espejo y preguntarnos quiénes somos sin esas personas que creíamos indispensables.

¿Vale la pena aferrarse al pasado o es mejor soltarlo para poder avanzar? ¿Ustedes qué harían si su mejor amiga les hiciera algo así? Los leo…