El cumpleaños de mi hija y el silencio de mi corazón

—No vayas, mamá. No es buena idea —me dijo Lucía, mi vecina, mientras yo sostenía entre las manos la caja con el regalo envuelto en papel rosa.

Era el cumpleaños de Mariela, mi única hija, y la primavera apenas asomaba en las jacarandas de la avenida. Tenía sesenta años y, aunque el sol brillaba, sentía un frío en el pecho que no se iba desde hacía meses. Sabía que no me invitarían. Sabía que si aparecía en la fiesta, su esposo, Julián, pondría esa cara dura y seca que siempre me dirige desde que se casaron. Pero ¿cómo no ir? ¿Cómo resignarme a quedarme sola en casa, escuchando las risas a lo lejos?

—No puedo faltar, Lucía. Es mi hija —le respondí, tratando de sonar firme, aunque la voz me temblaba.

Hace tres años que no trabajo. La fábrica cerró y nadie contrata a una mujer de mi edad en este pueblo del interior de Córdoba. Mi marido, Ernesto, murió cuando Mariela tenía apenas nueve años. Desde entonces, fui madre y padre, trabajadora y cuidadora, todo a la vez. Me partí el lomo para que no le faltara nada. Y ahora… ahora casi no hablamos.

Recuerdo cuando era chiquita: Mariela era dulce, siempre dispuesta a ayudarme con las compras o a preparar mate los domingos. Era aplicada en la escuela y me llenaba de orgullo con sus notas. Pero después del secundario todo cambió. Se fue a estudiar a la capital y allá conoció a Julián. Un hombre serio, de familia acomodada, que nunca me miró con buenos ojos.

—Mamá, Julián piensa que deberías dejarme vivir mi vida —me dijo una vez Mariela, cuando le pregunté por qué ya no venía a visitarme los fines de semana.

—¿Y vos qué pensás? —le pregunté yo, sintiendo cómo se me apretaba el corazón.

—No sé… —me respondió bajando la mirada—. Es que vos siempre estás triste, siempre te quejás…

Me quedé callada. ¿Cómo explicarle que la tristeza es como un río subterráneo? Que una hace lo posible por no ahogar a los demás con su corriente, pero a veces se desborda sin querer.

Esa mañana del cumpleaños caminé hasta la parada del colectivo con el regalo apretado contra el pecho: una bufanda tejida por mí y una foto nuestra cuando ella tenía cinco años. El viaje fue largo y silencioso. Al llegar al barrio privado donde vive Mariela, los guardias me miraron con desconfianza.

—¿A quién viene a ver? —preguntó uno.

—A mi hija. Es su cumpleaños —contesté con una sonrisa forzada.

Me dejaron pasar después de llamar a la casa. Caminé por calles limpias y vacías hasta llegar al portón blanco. Escuché risas y música desde adentro. Toqué timbre y esperé.

Mariela abrió la puerta. Llevaba un vestido azul y el pelo recogido. Se quedó helada al verme.

—Mamá… ¿qué hacés acá?

—Vine a saludarte por tu cumpleaños —dije, sintiendo cómo se me llenaban los ojos de lágrimas.

—No deberías haber venido… Julián no quiere problemas hoy —susurró, mirando hacia atrás nerviosa.

En ese momento apareció él. Alto, con su camisa planchada y esa mirada fría.

—Buenas tardes, señora Rosa —dijo seco—. Hoy es un día para amigos cercanos. No queremos incomodidades.

Sentí que me tragaba la tierra. Mariela no dijo nada. Solo bajó la cabeza.

—Solo quería dejarle esto… —le tendí el regalo con manos temblorosas.

Julián lo tomó sin mirarme.

—Gracias —dijo él, cerrando la puerta suavemente pero sin titubear.

Me quedé parada unos segundos frente al portón. Escuché cómo las risas seguían adentro mientras yo me alejaba despacio. Caminé hasta la parada del colectivo con las piernas flojas y el alma hecha trizas.

En el viaje de regreso recordé todas las veces que me quedé sin comer para que Mariela tuviera sus útiles nuevos; todas las noches en vela cuando tenía fiebre; los cumpleaños en los que éramos solo ella y yo soplando las velitas sobre una torta casera. ¿En qué momento me convertí en una molestia para mi propia hija?

Al llegar a casa, Lucía me esperaba en la puerta.

—¿Cómo te fue? —preguntó con voz suave.

No pude responderle. Solo rompí en llanto y ella me abrazó fuerte.

Esa noche no dormí. Me senté frente a la ventana mirando las luces lejanas del pueblo y pensando en todo lo que había dado por Mariela. ¿Será cierto lo que dicen? ¿Que los hijos no nos pertenecen? ¿Que uno debe aprender a soltar aunque duela?

Al día siguiente encontré un mensaje en mi celular: “Perdón mamá, pero Julián se pone muy mal si vienes sin avisar”. No supe qué responderle. Guardé el teléfono en un cajón y salí al patio a regar las plantas.

Los días pasaron lentos y grises. A veces pienso en buscar trabajo otra vez, aunque sea limpiando casas o vendiendo empanadas en la plaza. Otras veces solo quiero dormir hasta olvidar este vacío.

La soledad es como una sombra que se alarga cuando cae la tarde. Pero aún guardo esperanza de que algún día Mariela recuerde quién fui para ella; que entienda todo lo que hice por amor.

¿Hasta cuándo una madre debe esperar? ¿Cuánto puede resistir un corazón antes de romperse del todo? ¿Alguna vez volverá mi hija a mirarme como antes? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?