El día que Tadeo me echó de casa

—¡¿Cómo pudiste, Juliana?! ¡Después de todo lo que te di!—. La voz de Tadeo retumbó en el comedor, haciendo vibrar los vasos de cristal y mi corazón, que ya estaba hecho trizas. Yo apenas podía sostenerme en pie; las piernas me temblaban y las lágrimas me nublaban la vista.

—Tadeo, por favor… déjame explicarte…— balbuceé, pero él levantó la mano, no para golpearme, sino para callarme. Siempre fue así: fuerte, dominante, acostumbrado a que su palabra fuera ley en nuestra casa de San Miguel de Tucumán.

—¡No quiero escucharte!— gritó, y sentí que el eco de su furia se quedaba pegado a las paredes. —¡Te vas ahora mismo!—

No hubo súplica ni promesa que lo hiciera cambiar de opinión. Me echó esa misma noche, con una maleta y una cuenta bancaria que él mismo se encargó de llenar “para que no digas que te dejé en la calle”, pero con una condición: “No quiero volver a verte ni a oír tu voz nunca más”.

Salí a la calle bajo la lluvia, con el alma empapada y el corazón hecho jirones. Caminé sin rumbo hasta la casa de mi hermana Lucía. Ella me abrió la puerta con los ojos llenos de preguntas y el mate humeante entre las manos.

—¿Qué pasó, Juli?—

Me desplomé en su sofá y lloré como una niña. No podía decirle todo; me daba vergüenza. Pero Lucía era mi hermana mayor y sabía leerme como nadie.

—¿Fue por ese tipo del trabajo?— preguntó en voz baja.

Asentí. No hacía falta decir más. El silencio se hizo pesado entre nosotras. Afuera, los autos pasaban salpicando agua sucia sobre la vereda.

—¿Y ahora qué vas a hacer?—

No tenía respuesta. Tenía dinero, sí, pero no tenía hogar. Mis hijos, Camila y Tomás, ya eran grandes y vivían en Buenos Aires. Mi madre había muerto hacía años. Y Tadeo… Tadeo era mi vida entera hasta esa noche.

Los días siguientes fueron un infierno. Tadeo no respondía mis mensajes ni mis llamadas. Mandó a su abogado para arreglar los papeles del divorcio. Me sentí como una extraña en mi propia historia.

En el barrio todos murmuraban. «¿Viste lo que le pasó a la Juliana?» «Dicen que lo engañó con un tipo del banco». Las miradas me quemaban cuando iba al almacén o a la panadería. Nadie se atrevía a preguntarme nada de frente, pero todos sabían.

Una tarde, mientras tomaba mate en el patio de Lucía, llegó Camila desde Buenos Aires. Venía furiosa.

—¡Mamá! ¿Cómo pudiste hacernos esto? ¿No pensaste en papá? ¿En nosotros?—

Me dolió más que cualquier grito de Tadeo. Mi hija, mi orgullo, ahora me miraba como si fuera una extraña.

—Cami, yo… cometí un error. Pero sigo siendo tu mamá— susurré.

Ella negó con la cabeza y se fue a encerrar al cuarto. Esa noche lloré hasta quedarme dormida.

Pasaron los meses y aprendí a vivir sola. Conseguí un trabajo en una librería del centro. Era poco dinero comparado con lo que tenía antes, pero al menos sentía que hacía algo útil. Lucía me ayudaba con todo: desde cocinar hasta escuchar mis lamentos cuando la soledad me apretaba el pecho.

Un día recibí una carta de Tomás. No era larga ni cariñosa:

«Mamá,
No entiendo por qué hiciste lo que hiciste. Papá está destrozado y nosotros también. No sé si algún día podré perdonarte.
Tomás»

Guardé esa carta como un recordatorio de todo lo que había perdido por un momento de debilidad.

A veces soñaba con Tadeo. Lo veía joven, sonriente, como cuando nos conocimos en la fiesta patronal del pueblo. Me despertaba llorando y abrazando la almohada.

Una tarde, mientras acomodaba libros en la librería, entró Tadeo. Mi corazón se detuvo por un instante. Había envejecido; tenía más canas y los ojos apagados.

—Solo vine a dejarte esto— dijo seco, tendiéndome un sobre con los papeles finales del divorcio.

Quise decirle tantas cosas: que lo amaba, que lo sentía, que nada tenía sentido sin él. Pero no salió ni una palabra.

Él se dio vuelta y antes de salir murmuró:

—Nunca pensé que terminaríamos así, Juli.—

Me quedé sola entre los estantes polvorientos, sintiendo que el aire me faltaba.

Esa noche le escribí una carta a Tadeo. No para pedirle perdón —ya lo había hecho mil veces— sino para agradecerle por los años juntos y desearle felicidad aunque no fuera conmigo. No sé si alguna vez la leyó.

El tiempo siguió pasando. Camila empezó a visitarme de vez en cuando; Tomás tardó más en acercarse. La familia nunca volvió a ser la misma.

Hoy vivo sola en un departamento pequeño. Trabajo mucho y tengo pocos amigos, pero aprendí a quererme un poco más cada día. A veces pienso en Tadeo y en todo lo que perdimos por orgullo y errores humanos.

¿Vale la pena aferrarse al rencor cuando el amor alguna vez fue tan grande? ¿Cuántas familias latinoamericanas se rompen por no saber perdonar?