El nieto que nunca conocí: secretos bajo el jacarandá

—¡Doña Helena! ¡Doña Helena, por favor, abra la puerta!—

El grito desesperado me sacudió como un trueno en la siesta misionera. El calor pegajoso se colaba por las rendijas de mi casa, y yo, con las manos aún húmedas de lavar los platos, dudé un segundo antes de girar la llave. Al abrir, me encontré con una joven de rostro cansado y ojos hinchados de tanto llorar. A su lado, un niño pequeño, con la piel dorada por el sol y el cabello revuelto, apretaba una mochila contra el pecho.

—¿Sí? —pregunté, tratando de recordar si la conocía.

—Soy Oliwia, la esposa de tu hijo Mauro —dijo, tragando saliva—. Y este es Tomás… tu nieto. Tiene seis años.

Sentí que el mundo se me venía encima. Hacía más de siete años que Mauro no cruzaba esa puerta. Desde aquella pelea absurda por la herencia del terreno familiar, no volví a saber de él. Ni una llamada, ni una carta. Solo el silencio y el rumor de que se había ido a Posadas a buscar suerte.

—¿Qué hacés acá? —mi voz tembló más de lo que quise admitir.

Oliwia bajó la mirada. Tomás se escondió detrás de su pierna.

—Mauro… Mauro está preso. Lo agarraron en una redada en la frontera. Yo no tengo a dónde ir, doña Helena. No tengo trabajo, no tengo familia. Solo me queda usted.

El silencio se hizo pesado. Afuera, los loros chillaban entre las ramas del jacarandá. Sentí una punzada en el pecho: rabia, miedo, culpa. ¿Cómo podía rechazar a ese niño? Pero también, ¿cómo podía perdonar tan fácil?

—Pasen —dije al fin, haciéndome a un lado.

Esa noche apenas dormí. Escuchaba la respiración suave de Tomás desde el cuarto contiguo y el llanto ahogado de Oliwia en la cocina. Me pregunté mil veces en qué momento mi familia se había roto así. Recordé a Mauro de niño, corriendo descalzo entre los naranjos, prometiéndome que nunca me iba a dejar sola.

A la mañana siguiente, Tomás se sentó frente a mí con un cuaderno y un lápiz.

—¿Me ayuda con la tarea? —preguntó tímido.

No supe qué responderle. Hacía años que no trataba con chicos. Pero algo en su mirada me desarmó. Me senté a su lado y le mostré cómo hacer las cuentas. Cuando sonrió al entender, sentí una calidez olvidada en el pecho.

Los días pasaron lentos y pesados. Oliwia salía a buscar trabajo cada mañana y volvía derrotada cada tarde. El pueblo era chico; todos sabían lo de Mauro. Las vecinas murmuraban cuando me veían en la despensa.

—¿Vas a dejar que esa mujer y ese chico vivan con vos? —me preguntó doña Ramona un día—. Mirá que la gente habla…

—Que hablen lo que quieran —respondí, aunque por dentro me dolía cada palabra.

Una tarde, mientras regaba las plantas, escuché a Tomás llorar en el patio.

—¿Qué te pasa, mi amor? —le pregunté, arrodillándome a su lado.

—Extraño a mi papá —sollozó—. ¿Por qué está preso?

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle a un niño que su padre cometió errores? ¿Cómo decirle que yo también los cometí?

—A veces los grandes hacemos cosas malas sin querer —le dije—. Pero eso no significa que no te quiera.

Tomás me abrazó fuerte. Por primera vez en años, lloré sin vergüenza.

Con el tiempo, empecé a quererlo como si siempre hubiera estado conmigo. Oliwia consiguió trabajo limpiando casas y yo cuidaba de Tomás mientras ella estaba fuera. Aprendí a hacerle su comida favorita: chipá con queso y mandioca frita. Los domingos íbamos juntos a misa y después al río Paraná a ver los botes pasar.

Pero la paz era frágil como el cristal. Una tarde llegó una carta del juzgado: Mauro pedía verme. Dudé mucho antes de decidirme. El día de la visita, Oliwia me abrazó fuerte antes de salir:

—No lo odie más, doña Helena. Él necesita saber que todavía tiene una madre.

El penal era frío y gris. Cuando vi a Mauro tras el vidrio, envejecido y flaco, sentí una mezcla de rabia y compasión.

—Mamá… —susurró él— Perdón por todo lo que te hice pasar.

Las palabras se me atoraron en la garganta.

—No sé si puedo perdonarte todavía —le dije—. Pero tu hijo está bien conmigo. No lo voy a dejar solo.

Mauro lloró como cuando era chico. Yo también lloré. Quizás ese fue el primer paso para sanar tantas heridas.

Al volver al pueblo, sentí que algo había cambiado dentro mío. Ya no me importaban tanto los chismes ni las miradas ajenas. Lo único importante era ese niño que corría hacia mí gritando «¡Abuela!» con los brazos abiertos.

Hoy Tomás tiene siete años y ya sabe andar en bicicleta sin rueditas. Oliwia y yo nos entendemos mejor; aprendimos a ser familia aunque no nos eligimos al principio. Mauro sigue preso, pero ahora nos escribe cartas llenas de esperanza.

A veces me pregunto si todo este dolor valió la pena para encontrar este nuevo amor inesperado. ¿Cuántas familias se rompen por orgullo o por miedo? ¿Cuántas segundas oportunidades dejamos pasar?

¿Y vos? ¿Te animarías a perdonar para volver a empezar?