El regreso al amanecer: el sabor amargo de lo que fuimos
—¿Por qué no llamaste? —La voz de Zulema temblaba como una cuerda floja, apenas contenida por el miedo y la rabia. Estaba parada en el umbral del pasillo, con la bata de dormir arrugada y los ojos hinchados de tanto llorar. El reloj marcaba las 5:47 de la mañana. Yo, con la camisa arrugada y el olor a cigarro y aguardiente pegado a la piel, apenas podía sostenerle la mirada.
No había estado en casa en toda la noche. Caminé por las calles de Medellín hasta que el frío me caló los huesos y los recuerdos me mordieron el alma. No podía decirle la verdad. No podía decirle que volví a ver a Camila, que el pasado me había besado los labios y que, por un instante, sentí que podía volver a ser ese hombre que ella conoció antes de la rutina, antes de las deudas, antes de que la vida nos pasara por encima.
—No podía… —musité, bajando la cabeza—. Perdóname.
Zulema se apoyó en la pared, como si mis palabras fueran un golpe físico. El silencio se hizo pesado entre nosotros, solo roto por el llanto ahogado de nuestro hijo Santiago en el cuarto del fondo. Sentí una punzada en el pecho. ¿Qué clase de padre era yo? ¿Qué clase de esposo?
—¿Dónde estuviste, Mauricio? —insistió ella, esta vez con un tono más bajo, casi resignado.
Me quedé callado. No podía decirle que estuve sentado en un parque del barrio Laureles, mirando cómo la ciudad despertaba mientras Camila me contaba su vida lejos de aquí, en Buenos Aires, y cómo ambos fingimos que no nos dolía lo que dejamos atrás. No podía decirle que la besé. Que por un momento quise huir con ella y dejarlo todo.
—No me mientas —susurró Zulema—. Ya no aguanto más mentiras.
La miré a los ojos y vi todo lo que habíamos perdido: la confianza, la complicidad, las ganas de soñar juntos. Recordé cuando nos conocimos en la universidad, cuando compartíamos empanadas en la cafetería y jurábamos que nunca íbamos a ser como nuestros padres: resignados, cansados, rotos por dentro.
Pero aquí estábamos. Yo, repitiendo los errores de mi papá: escapando de casa cada vez que la realidad me quedaba grande. Ella, como mi mamá: esperando en vela, rezando para que yo regresara entero.
—No sé qué nos pasó —dije al fin—. No sé en qué momento dejamos de querernos así…
Zulema soltó una carcajada amarga.
—¿Dejamos? ¿O fuiste tú el que dejó?
Sentí el golpe directo al orgullo. Quise defenderme, pero no tenía argumentos. Sabía que tenía razón. Había sido yo quien se fue alejando poco a poco: primero con las horas extra en el trabajo, luego con las cervezas después de la oficina, después con los silencios incómodos en la mesa del comedor.
—¿Te acuerdas cuando soñábamos con tener una casa propia? —preguntó ella de repente—. Cuando decías que íbamos a viajar juntos a Cartagena…
Asentí en silencio. Ahora apenas si podíamos pagar el arriendo y las cuentas se acumulaban en la nevera como amenazas silenciosas.
—¿Y Camila? —me preguntó de pronto, mirándome fijo—. ¿La volviste a ver?
Me congelé. ¿Cómo lo supo? ¿Acaso siempre lo supo?
—Solo hablamos —mentí.
Ella cerró los ojos y respiró hondo.
—No quiero más mentiras, Mauricio. Si te vas a ir, vete ya. Pero no me sigas matando con tus ausencias.
Sentí un nudo en la garganta. Quise abrazarla, pedirle perdón, prometerle que iba a cambiar. Pero sabía que esas promesas ya no valían nada. Las había roto demasiadas veces.
En ese momento escuchamos un golpe en el cuarto de Santiago. Corrí a ver qué pasaba y lo encontré sentado en el suelo, abrazando su osito de peluche. Tenía los ojos abiertos como platos.
—¿Papá? —me dijo con voz temblorosa—. ¿Te vas a ir otra vez?
Me arrodillé junto a él y lo abracé fuerte.
—No, hijo… aquí estoy —le susurré al oído, aunque ni yo mismo me creía esas palabras.
Volví al pasillo y encontré a Zulema recogiendo sus cosas en una maleta pequeña. Supe entonces que esta vez sí era el final.
—Me voy a casa de mi hermana —dijo sin mirarme—. Necesito pensar. Santiago se queda contigo esta semana.
Quise detenerla, pero no tenía derecho. Había cruzado demasiadas líneas invisibles.
Cuando cerró la puerta detrás de ella, sentí que el mundo se me venía encima. Me senté en el sofá y lloré como no lloraba desde niño. Lloré por lo que fui, por lo que perdí, por lo que nunca supe cuidar.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Santiago me miraba con desconfianza y apenas hablaba conmigo. Yo trataba de hacerle el desayuno como Zulema lo hacía, pero siempre se me quemaban las arepas o se me olvidaba ponerle azúcar al chocolate caliente.
Una tarde, mientras jugábamos fútbol en el parque del barrio, Santiago me preguntó:
—¿Por qué mamá está triste?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a un niño de seis años que los adultos también se rompen?
—A veces los grandes nos equivocamos —le dije al fin—. Pero te prometo que siempre voy a estar para ti.
Esa noche recibí un mensaje de Zulema: «Necesito tiempo para sanar. No sé si podamos volver a empezar».
Me quedé mirando el celular largo rato. Pensé en llamarla, en rogarle una oportunidad más. Pero sabía que debía dejarla respirar.
Las semanas pasaron lentas y dolorosas. Empecé a ir a terapia —algo impensable para mí antes— porque entendí que si no sanaba mis heridas viejas iba a seguir lastimando a quienes más amaba.
Un día cualquiera, mientras caminaba con Santiago rumbo al colegio, él me tomó la mano y me sonrió tímido. Sentí una chispa de esperanza: tal vez aún podía ser un buen padre, aunque hubiera fallado como esposo.
Hoy escribo esto al borde del amanecer, con el sabor amargo del pasado todavía en los labios pero también con una pequeña luz encendida adentro. No sé si Zulema algún día podrá perdonarme o si podremos reconstruir lo nuestro desde las ruinas.
Solo sé que cada día trato de ser mejor para mi hijo y para mí mismo.
¿Será posible volver a empezar después de tanto daño? ¿Ustedes creen que uno puede sanar y recuperar lo perdido o hay heridas que nunca cierran?