Entre Dos Sangres: El Dilema de una Abuela

—¡No es lo mismo, Julián! ¡No es igual!— grité, con la voz quebrada, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes del comedor. Mi hijo me miró con esos ojos oscuros que heredó de su padre, llenos de rabia y decepción. La pequeña Camila, sentada en la cabecera, bajó la mirada y apretó la servilleta entre sus manos. Mi nieto, Tomás, apenas tenía dos años y jugaba ajeno a todo, pero yo sentía que el abismo entre nosotros crecía cada día más.

Nunca imaginé que mi familia se rompería así. Yo, Marta González, criada en un barrio popular de Medellín, siempre soñé con una familia unida, como las que veía en las novelas de las ocho. Pero la vida no es una novela, y a veces el amor propio se convierte en una cárcel.

Todo comenzó cuando Julián llegó a casa con Lucía. Ella tenía una sonrisa cálida y unos ojos llenos de historias tristes. Me contó que era madre soltera, que su ex pareja la había dejado cuando Camila apenas tenía meses. Yo asentí, fingiendo comprensión, pero por dentro sentí una punzada de miedo. ¿Sería capaz mi hijo de cargar con una familia que no era suya?

El día que me anunciaron que se casarían y que Lucía estaba embarazada, sentí una mezcla de alegría y temor. Pero cuando nació Tomás, mi primer nieto de sangre, algo cambió en mí. Lo amé desde el primer momento. Sin embargo, cada vez que veía a Camila correr por la casa, llamándome “abuelita”, sentía un nudo en el estómago. No podía evitar pensar: “No eres mía”.

—Mamá, ¿por qué tratas diferente a Camila?— me preguntó Julián una tarde, después de notar que le servía menos postre o que no la abrazaba como a Tomás.

—No es mi intención…— balbuceé, pero él me interrumpió.

—Ella te quiere como si fueras su abuela. ¿Por qué no puedes quererla igual?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle ese sentimiento irracional? ¿Cómo decirle que me dolía ver a esa niña ocupar un lugar que yo sentía reservado para mi sangre?

Las cosas empeoraron cuando Lucía me enfrentó en la cocina.

—Marta, yo sé que no soy tu hija ni Camila tu nieta de sangre. Pero estamos aquí porque Julián nos ama. Si tú no puedes aceptarnos, dime ahora para no seguir viniendo a tu casa a mendigar cariño.

Sentí vergüenza y rabia. ¿Quién era ella para hablarme así? Pero también sentí miedo: miedo a perder a mi hijo y a mi nieto por mi terquedad.

Las semanas pasaron y la distancia creció. Julián dejó de visitarme con tanta frecuencia. Cuando venían, Camila se quedaba callada y Tomás empezó a llamarme menos “abue”. Una tarde cualquiera, mientras lavaba los platos y veía por la ventana cómo jugaban los niños en el parque del barrio, me invadió una tristeza profunda. Recordé a mi propia madre diciéndome: “La familia es lo más importante”. ¿Pero qué pasa cuando la familia ya no es como uno la soñó?

Un día recibí una llamada inesperada. Era Lucía. Su voz temblaba.

—Marta… Camila está enferma. Está en el hospital San Vicente. Julián está trabajando y no puede salir. ¿Podrías venir?

No lo dudé. Tomé el bus y llegué al hospital con el corazón en la mano. Al entrar al cuarto vi a Camila dormida, pálida y pequeña entre las sábanas blancas. Lucía lloraba en silencio.

Me senté junto a la cama y tomé la mano de Camila. Sentí su calor frágil y algo dentro de mí se rompió. Recordé cuando Julián era niño y enfermaba; cómo rezaba por él cada noche. ¿Por qué negarle ese amor a otra niña solo porque no llevaba mi sangre?

Camila abrió los ojos y sonrió débilmente.

—¿Viniste por mí, abuelita?

No pude contener las lágrimas.

—Sí, mi niña… aquí estoy.

Esa noche recé por ella como lo hacía por Julián y Tomás. Sentí culpa por todo el cariño que le había negado solo por prejuicio.

Cuando Camila mejoró y volvió a casa, intenté acercarme más. Le leí cuentos antes de dormir, le tejí una bufanda como las que hacía para Tomás. Pero el daño ya estaba hecho; la distancia seguía ahí, aunque más tenue.

Julián me abrazó un día después de cenar.

—Gracias por cuidar a Camila… Sé que no ha sido fácil para ti.

—No ha sido fácil para nadie— respondí— pero estoy aprendiendo.

A veces me pregunto si alguna vez podré quererla igual que a Tomás. O si mi hijo podrá perdonarme por los momentos en que fui injusta. La familia cambia, se transforma… pero el amor verdadero es el que uno decide construir cada día.

¿Ustedes creen que uno puede aprender a amar más allá de la sangre? ¿O hay heridas que nunca sanan del todo?