La Soledad de Victoria: Entre Sombras y Esperanza
—¿Por qué siempre pides café solo, Victoria? —le pregunté, rompiendo el silencio incómodo que se había instalado entre nosotros en la cafetería de la esquina, mientras la lluvia golpeaba los ventanales con furia.
Ella levantó la mirada, sus ojos oscuros reflejando una tristeza antigua. —Porque el azúcar me recuerda a mi madre —respondió, apenas moviendo los labios—. Y a veces, prefiero no recordar.
No supe qué decir. Llevaba diez años navegando citas superficiales tras mi divorcio con Mariana, creyendo que el amor era un juego de probabilidades y no de cicatrices. Pero Victoria… ella era distinta. Había algo en su forma de mirar el mundo, como si cada paso fuera una batalla silenciosa.
Nos conocimos por casualidad en una reunión de amigos en común. Ella llegó tarde, empapada por la tormenta, y aun así se disculpó con una dignidad que me desarmó. Nadie parecía conocerla bien; era como un fantasma amable que flotaba entre conversaciones sin dejar huella. Me intrigó desde el primer momento.
Esa noche, mientras todos reían y brindaban por cualquier cosa, noté que Victoria se apartaba del grupo para mirar por la ventana. Me acerqué y le ofrecí una servilleta para secarse el cabello. Ella sonrió apenas, agradecida pero distante.
—¿Siempre te aíslas así? —le pregunté.
—No es aislamiento —dijo—. Es protección.
Esa frase me persiguió durante días. La invité a salir varias veces antes de que aceptara. Siempre elegía lugares discretos, nunca bebía alcohol y evitaba hablar de su familia. Yo intentaba no presionarla, pero mi curiosidad crecía con cada encuentro.
Una tarde, mientras caminábamos por Coyoacán, le pregunté directamente:
—¿Por qué vives sola? ¿Nunca pensaste en formar una familia?
Victoria se detuvo en seco. El bullicio del mercado parecía desvanecerse a nuestro alrededor.
—A veces la vida no te da opciones —susurró—. Otras veces, uno mismo se las quita.
Me contó entonces, entre lágrimas contenidas y pausas largas, que había crecido en una casa donde el amor era un lujo escaso. Su padre, un hombre violento y ausente; su madre, una sombra que se desvaneció demasiado pronto. A los 18 años huyó de Veracruz para buscar trabajo en la capital y nunca volvió.
—¿Y nunca tuviste pareja? —pregunté, sintiendo que pisaba terreno peligroso.
Victoria sonrió con amargura. —Tuve… pero cuando uno está roto por dentro, termina rompiendo todo lo que toca.
Me vi reflejado en sus palabras. Yo también había destruido cosas buenas por miedo o por orgullo. Sentí una conexión profunda, pero también una impotencia brutal: ¿cómo ayudar a alguien que ha aprendido a sobrevivir en soledad?
Con el tiempo, nuestros encuentros se volvieron más frecuentes. Compartíamos silencios cómodos y miradas largas. A veces cocinábamos juntos en su pequeño departamento en la Narvarte; otras veces simplemente caminábamos bajo las jacarandas en flor.
Pero siempre había una barrera invisible. Una noche, después de ver una película vieja en su sala, me atreví a tomarle la mano. Ella no se apartó, pero tampoco me miró.
—¿Te asusta confiar? —le pregunté.
Victoria cerró los ojos y respiró hondo.
—Me asusta perderme —dijo—. Me asusta que alguien vea lo peor de mí y decida irse… como todos los demás.
Sentí un nudo en la garganta. Recordé mi propio miedo al abandono tras el divorcio; cómo me refugié en relaciones fugaces para no enfrentar mi soledad. Pero Victoria no buscaba distracciones: buscaba sentido.
Un domingo cualquiera, mientras desayunábamos tamales en la terraza, Victoria recibió una llamada inesperada. Su hermana menor, Lucía, a quien no veía desde hacía años, estaba hospitalizada tras un accidente automovilístico en Veracruz.
Vi cómo el color abandonaba su rostro. Dudó antes de contestar; finalmente lo hizo y escuché fragmentos de una conversación tensa:
—No sé si pueda ir… No sé si quiero…
Colgó y se quedó mirando el vacío.
—¿Quieres que te acompañe? —ofrecí, sabiendo que era un paso enorme para ella.
Victoria negó con la cabeza.
—Hay heridas que uno debe enfrentar solo —dijo—. Pero gracias por quedarte.
Esa noche no pude dormir pensando en ella viajando sola al pasado que tanto temía. Me sentí inútil y frustrado; quería protegerla, pero entendía que había batallas que no me correspondían.
Pasaron tres días sin noticias. Finalmente recibí un mensaje: “Estoy bien. Gracias por preocuparte”. Cuando volvió a la ciudad, algo había cambiado en su mirada: menos miedo, más determinación.
Nos sentamos en el parque México y hablamos largo rato. Me contó cómo había enfrentado a su padre enfermo y reconciliado con Lucía tras años de silencio.
—No fue fácil —admitió—. Pero entendí que no puedo seguir huyendo del dolor si quiero encontrar paz… o amor.
La abracé fuerte. Por primera vez sentí que Victoria me dejaba entrar realmente en su vida.
Hoy seguimos juntos, aprendiendo a sanar cada uno a su ritmo. A veces pienso en todo lo que ignoramos sobre las personas que nos rodean: sus luchas invisibles, sus miedos callados.
¿Será posible amar sin miedo cuando uno ha conocido tanta oscuridad? ¿O acaso el verdadero amor consiste en quedarse incluso cuando el otro aún no sabe cómo dejarse amar?