La Sombra del Pasado
—¡Si no fuera por ti, viviríamos como la gente decente!— El grito de Víctor retumbó en la cocina, rebotando entre las paredes húmedas del departamento. Sentí el golpe de sus palabras como si fueran piedras lanzadas directo al pecho. Bajé la mirada, apretando la taza de café frío entre las manos.
—Por favor, ya basta— susurré, sin atreverme a mirarlo. El reloj marcaba las 7:15 y afuera el bullicio de la colonia Guerrero apenas comenzaba. Pero aquí adentro, el ruido era otro: el de los reproches, los recuerdos y el miedo.
—¿Cuánto tiempo más vas a seguir repitiendo lo mismo?— pregunté, casi sin voz.
—¡Hasta que lo aceptes! ¡Hasta que reconozcas que todo esto es tu culpa!— Víctor golpeó la mesa con el puño. La taza tembló y un hilo de café se deslizó por el borde.
No respondí. ¿Qué podía decir? ¿Que sí, que era mi culpa? ¿Que si no hubiera abierto la boca aquella noche, si no hubiera dejado que el secreto escapara, tal vez mi hermana seguiría viva y mi madre no me miraría con ese odio silencioso?
La historia comenzó mucho antes de Víctor y yo. Empezó en una casa pequeña en Iztapalapa, donde mi madre, Doña Carmen, reinaba con mano dura y lengua afilada. Mi hermana menor, Mariana, era su favorita. Yo era la sombra, la que obedecía, la que callaba. Hasta que una noche escuché a Mariana llorar en el baño. Tenía moretones en los brazos y no quería decirme quién se los había hecho.
—No le digas a mamá— me rogó, con los ojos hinchados.
Pero yo no pude callar. Fui con Doña Carmen y le conté todo. Lo que siguió fue un infierno: gritos, acusaciones, golpes. Mariana se fue de la casa esa misma noche y nunca volvió. Dos semanas después nos avisaron que la habían encontrado muerta en un terreno baldío.
Desde entonces, mi madre dejó de hablarme. Me miraba como si yo hubiera apretado el gatillo. Y tal vez sí lo hice, aunque fuera con palabras.
Años después conocí a Víctor. Pensé que él sería mi refugio, pero los fantasmas del pasado no se quedan quietos. Cuando perdió su trabajo en la fábrica y empezamos a vivir al día, el resentimiento creció como moho en las paredes.
—¿Por qué no le pides ayuda a tu mamá?— me decía Víctor cada vez que faltaba para el gas o la renta.
—Sabes que no puedo— respondía yo, tragando el orgullo y la vergüenza.
Él no entendía. Nadie entendía. Ni siquiera mis hijos, Valeria y Emiliano, que crecieron viendo cómo sus padres se gritaban por cosas que nunca comprendieron del todo.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Valeria hablando por teléfono en voz baja:
—No sé cuánto más aguante aquí… Mi papá siempre está enojado y mi mamá solo llora…
Sentí una punzada en el estómago. ¿Eso era lo que les estaba dejando? ¿Un hogar lleno de gritos y silencios?
Esa noche, cuando Víctor llegó borracho y empezó a reclamarme otra vez por el dinero, algo dentro de mí se rompió.
—¡Ya basta!— grité yo esta vez. —¡No soy tu saco de boxeo! ¡No soy responsable de tu miseria ni de la muerte de Mariana!
Víctor me miró sorprendido, como si nunca hubiera visto a esta versión mía: cansada pero firme.
—¿Y entonces de quién es la culpa? ¿De tu madre? ¿De tu hermana?— escupió las palabras como veneno.
Me quedé callada. No sabía qué responderle. Solo sabía que estaba harta de cargar con culpas ajenas y propias.
Al día siguiente me fui a ver a Doña Carmen. No la veía desde hacía meses. Cuando abrió la puerta, su mirada seguía siendo dura, pero sus manos temblaban.
—¿Qué quieres?— preguntó sin rodeos.
—Hablar… Necesito entender si alguna vez vas a perdonarme— le dije, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Ella suspiró y se sentó en una silla desvencijada.
—No sé si puedo perdonarte… Pero tampoco puedo seguir odiándote toda la vida— murmuró.
Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera pasaba un camión con música de banda y los niños jugaban fútbol en la calle. Por primera vez en años sentí que podía respirar.
Regresé a casa esa noche y encontré a Valeria sentada en la sala.
—¿Te vas a separar de papá?— preguntó sin rodeos.
La miré a los ojos y vi en ella el mismo miedo que yo sentía a su edad.
—No lo sé… Pero quiero que sepas que nada de esto es tu culpa ni la de Emiliano. Los problemas entre adultos son solo nuestros— le dije, acariciándole el cabello.
Esa noche dormí por primera vez sin pesadillas.
Las semanas siguientes fueron difíciles. Víctor intentó cambiar; dejó de beber por un tiempo y buscó trabajo como chofer de microbús. Pero las heridas eran profundas y las palabras dichas no podían deshacerse tan fácil.
Un día recibí una llamada del hospital: Doña Carmen había tenido un infarto. Corrí a verla y llegué justo cuando despertaba.
—Perdóname… por todo lo que te hice cargar sola— susurró ella, apretando mi mano con fuerza inesperada.
Lloré como no lo hacía desde niña. Sentí que algo se limpiaba adentro, aunque el dolor seguía ahí.
Hoy escribo esto desde el mismo departamento donde todo empezó a desmoronarse. Víctor y yo estamos separados; él vive con su hermano en Ecatepec y viene a ver a los niños los fines de semana. Mi madre sigue viva pero frágil; hablamos por teléfono todos los días.
A veces me pregunto si alguna vez podré perdonarme del todo. Si algún día dejaré de sentir esa sombra del pasado persiguiéndome en cada rincón. ¿Ustedes creen que uno puede liberarse realmente de la culpa? ¿O solo aprendemos a vivir con ella?