Mi regreso a la casa de mi hermana: el precio de la familia
—¿Por qué volviste, Mariana? —La voz de Lucía retumbó en el pasillo, tan fría como la noche bogotana que se colaba por la ventana rota del baño.
No supe qué responderle. Tenía las manos heladas, la maleta aún en el suelo y el corazón hecho trizas. Habían pasado tres años desde que me fui de ese departamento, huyendo de la rutina y buscando un futuro mejor en Medellín. Pero el futuro me dio la espalda: me quedé sin trabajo, sin pareja y sin dinero. Solo me quedaba Lucía, mi hermana mayor, la que siempre me había protegido… hasta ahora.
—No tenía a dónde ir —musité, evitando su mirada. El eco de mis palabras se perdió entre los muebles viejos y las fotos familiares que aún colgaban en la sala.
El silencio fue interrumpido por el portazo de Daniel, su esposo. Lo vi pasar de reojo, con el ceño fruncido y los labios apretados. Nunca le caí bien del todo. Decía que yo era una carga, que Lucía se preocupaba demasiado por mí. Y ahora, con mi regreso, la tensión era tan densa que podía cortarse con un cuchillo.
Esa noche cenamos en silencio. El arroz estaba frío y el pollo seco. Nadie se atrevía a mencionar el elefante en la habitación: mi regreso. Daniel apenas me dirigió la palabra, y Lucía solo preguntó si necesitaba algo para dormir. Me encerré en el cuarto de visitas, abrazando la almohada y conteniendo las lágrimas. Escuché sus voces apagadas discutiendo en la cocina:
—Te lo dije, Lucía. No podemos cargar con ella otra vez.
—Es mi hermana, Daniel. No la voy a dejar en la calle.
—¿Y nosotros? ¿Cuándo vamos a pensar en nosotros?
Me sentí una intrusa en mi propia familia.
Los días siguientes fueron una coreografía incómoda: yo salía temprano a buscar trabajo, volvía agotada y evitaba cruzarme con Daniel. Lucía intentaba mediar, pero su sonrisa era forzada y sus ojos estaban siempre rojos. Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Daniel hablando por teléfono en voz baja:
—No puedo más… sí, sigue aquí… no sé cuánto aguante Lucía…
Mi estómago se hizo un nudo. ¿Era yo realmente el problema? ¿O solo era la excusa perfecta para que Daniel sacara a relucir lo que nunca se atrevió a decirle a Lucía?
Una noche lluviosa, todo explotó. Llegué empapada después de una entrevista fallida y encontré a Lucía llorando en la sala. Daniel estaba parado junto a la puerta con una maleta.
—Me voy —dijo él, sin mirarme—. No puedo seguir así.
Lucía sollozaba, aferrada a su brazo:
—¡No te vayas! ¡Esto es temporal! Mariana va a encontrar trabajo…
Daniel se zafó bruscamente:
—No es solo por ella, Lucía. Hace tiempo que esto no funciona. Pero claro, ahora tienes a tu hermana para consolarte.
Salió dando un portazo tan fuerte que temblaron los vidrios.
Lucía se volvió hacia mí con los ojos llenos de rabia y dolor:
—¿Ves lo que lograste? Si te hubieras quedado en Medellín…
Me quedé muda. Quise abrazarla, decirle que todo iba a estar bien, pero sus palabras me atravesaron como cuchillos.
Los días siguientes fueron un infierno. Lucía apenas me hablaba. Se encerraba en su cuarto o salía sin avisar. Yo intentaba ayudar en la casa, cocinarle algo rico como cuando éramos niñas en Bucaramanga, pero nada servía.
Una tarde llegó una notificación judicial: Daniel estaba pidiendo el divorcio. Lucía rompió a llorar y me gritó:
—¡Esto es tu culpa! ¡Siempre has sido una carga! ¡Siempre arruinando todo!
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Recordé cuando éramos pequeñas y ella me defendía de los niños del barrio, cuando compartíamos secretos bajo las sábanas y soñábamos con vivir juntas en una gran ciudad. ¿En qué momento nos perdimos?
Intenté hablar con ella varias veces:
—Lucía, por favor…
—No quiero escucharte —me cortó—. Si no hubieras vuelto…
Pero yo sabía que no era tan simple. Daniel nunca fue feliz del todo; siempre encontraba excusas para pelear con Lucía: el dinero, los horarios, los hijos que nunca llegaron. Mi regreso solo aceleró lo inevitable.
Un día encontré a Lucía sentada frente a la ventana, mirando la lluvia caer sobre los techos grises de Bogotá.
—¿Recuerdas cuando éramos niñas? —le pregunté suavemente—. Juramos nunca dejar de cuidarnos…
Ella suspiró, cansada:
—Eso era antes de que todo se complicara.
Me acerqué y le tomé la mano:
—No soy tu enemiga, Lucía. Solo soy tu hermana…
Se quedó callada mucho tiempo antes de soltar mi mano y volver a mirar hacia afuera.
El divorcio fue rápido y doloroso. Daniel se llevó sus cosas sin despedirse de mí. Lucía se volvió más fría, más distante. Yo finalmente conseguí un trabajo como recepcionista en una clínica dental y empecé a ahorrar para irme cuanto antes.
La última noche antes de mudarme, preparé arepas como las que hacía mamá y las dejé sobre la mesa con una nota: “Siempre serás mi hermana”. No hubo abrazos ni despedidas emotivas. Solo un silencio pesado que decía más que mil palabras.
Ahora vivo sola en un cuartito alquilado al sur de la ciudad. A veces veo a Lucía en Facebook, sonriendo con amigas o viajando por trabajo. No hemos vuelto a hablar.
A veces me pregunto: ¿realmente fui yo quien destruyó su matrimonio? ¿O solo fui el espejo donde se reflejaron todas las grietas que ya existían? ¿Cuántas familias latinoamericanas viven atrapadas entre el deber familiar y sus propios sueños rotos?
¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad como hermanos? ¿Es justo cargar con culpas ajenas solo por ser familia?