Siempre fui la opción de repuesto
—¡Karla! ¿Qué demonios estás haciendo? —gritó mi hermana Elena por el teléfono, su voz quebrándose entre el enojo y la desesperación. —¡Es mi boda! ¡Mi día! ¡He esperado esto año y medio!
Yo estaba sentada en el baño del salón de fiestas, con el vestido azul que elegí solo porque no quería llamar la atención. El eco de la música de mariachi y las risas llegaba amortiguado por las paredes. Miré mi reflejo en el espejo empañado y sentí que me ahogaba.
—Elena, por favor, escúchame —le respondí, tratando de mantener la calma—. No fue mi culpa. Fue Barajas quien me llamó anoche, no yo. Yo ni siquiera quería venir…
—¡No me vengas con eso! —me interrumpió—. Siempre igual, Karla. Siempre apareces cuando algo sale mal, pero nunca eres suficiente para nadie. Ni para mí, ni para mamá, ni para Barajas. ¡Ni para ti misma!
Colgó antes de que pudiera decirle que tenía razón.
Me quedé mirando el celular, temblando. ¿Era cierto? ¿Siempre fui la opción de repuesto? Recordé todas las veces que Elena me pedía favores: cuidar a sus hijos cuando ella salía con sus amigas, cubrirla con mamá cuando llegaba tarde, incluso ayudarle a elegir el vestido de novia porque su mejor amiga, Mariana, estaba ocupada. Yo era la alternativa, la que estaba ahí cuando nadie más podía o quería.
Salí del baño y caminé por el pasillo del salón. Las luces brillaban sobre las mesas decoradas con flores blancas y azules. Los invitados reían, ajenos al drama que se cocinaba tras bambalinas. Vi a mamá sentada junto a tía Lupita, ambas con cara de preocupación. Me acerqué y mamá me miró con esos ojos cansados que siempre parecían juzgarme.
—¿Qué pasó ahora? —preguntó en voz baja.
—Nada, mamá —mentí—. Solo un malentendido con Elena.
Ella suspiró y negó con la cabeza.
—Siempre metiéndote donde no te llaman, Karla. Deberías aprender a decir que no.
Quise gritarle que yo solo quería ayudar, que nunca pedía nada para mí porque sentía que no lo merecía. Pero me callé. Como siempre.
La fiesta siguió su curso. Elena salió al centro del salón tomada del brazo de Barajas, radiante y hermosa. Todos aplaudieron mientras bailaban el vals. Yo los miraba desde lejos, sintiendo una mezcla de envidia y tristeza. ¿Por qué ella sí podía tenerlo todo? ¿Por qué yo solo era útil cuando alguien necesitaba un favor?
De pronto sentí una mano en mi hombro. Era Mariana.
—¿Estás bien? —me preguntó con voz suave.
Asentí, pero mis ojos se llenaron de lágrimas.
—No lo parece —insistió—. Ven conmigo.
Me llevó afuera, al jardín iluminado por luces cálidas. El aire fresco me hizo bien.
—¿Sabes? —dijo Mariana—. Yo también fui la opción de repuesto alguna vez. Con Elena, incluso. Ella siempre busca a quien le resuelva la vida.
La miré sorprendida.
—¿Por qué lo permitimos? —pregunté.
Mariana sonrió triste.
—Porque creemos que si ayudamos suficiente, algún día nos van a querer igual que a los demás. Pero eso nunca pasa si no nos queremos primero nosotras.
Sus palabras me golpearon fuerte. Pensé en todas las veces que me anulé para complacer a otros: cuando dejé la universidad para cuidar a papá enfermo; cuando rechacé un trabajo en Ciudad de México porque mamá no quería quedarse sola; cuando acepté ser dama de honor solo porque Elena no tenía a nadie más disponible.
Esa noche, después de la fiesta, fui a casa sola. Me senté en mi cama y lloré hasta quedarme dormida. Al día siguiente, Elena me llamó temprano.
—Perdón por lo de ayer —dijo sin mucho convencimiento—. Estaba nerviosa y exploté contigo.
—No te preocupes —respondí automáticamente.
Pero sí me preocupaba. Mucho.
Pasaron los días y empecé a notar cosas que antes ignoraba: mamá solo me hablaba para pedirme favores; mis amigas solo me buscaban cuando necesitaban ayuda con sus hijos o problemas con sus parejas; incluso en el trabajo era la que cubría los turnos incómodos porque «Karla nunca dice que no».
Un viernes por la tarde, mientras lavaba los trastes en la cocina, mamá entró apurada.
—Karla, necesito que vayas al mercado por mí. Se me olvidó comprar jitomates y tu tía viene a cenar.
Por primera vez en años, respiré hondo y dije:
—No puedo, mamá. Tengo planes.
Ella se quedó boquiabierta.
—¿Planes? ¿Tú?
Asentí sin explicar nada más y salí de casa sintiéndome extraña pero libre.
Esa noche fui al cine sola. Compré palomitas grandes y elegí una película cualquiera. Me reí, lloré y disfruté mi propia compañía como nunca antes.
A partir de ese día empecé a decir «no» más seguido: no a cubrir turnos extras; no a cuidar niños ajenos; no a ser la confidente de todos sin recibir nada a cambio. Al principio dolió ver cómo algunos se alejaban o se molestaban conmigo, pero poco a poco empecé a sentirme más ligera.
Un mes después recibí un mensaje de Elena:
—¿Puedes ayudarme con los niños este sábado? Barajas y yo queremos salir.
Miré el teléfono largo rato antes de responder:
—No puedo, hermana. Tengo otros planes.
No hubo respuesta inmediata. Pero esa noche dormí tranquila por primera vez en mucho tiempo.
Hoy escribo esto desde un café en el centro de Guadalajara, rodeada de desconocidos pero sintiéndome menos sola que nunca. Aprendí que ser la opción de repuesto es una elección tanto como ser la protagonista de tu propia vida.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en Latinoamérica viven así, siendo siempre el plan B? ¿Cuándo aprenderemos a ponernos primero sin sentir culpa?