A los sesenta, el amor me sorprendió: entre la culpa y el deseo

—¿Y si mi familia se entera?— susurré, con la voz quebrada, mientras miraba mi reflejo en el espejo del baño. El vapor empañaba el vidrio, pero no lo suficiente para ocultar la culpa que se dibujaba en mis ojos. Nunca imaginé que a los sesenta años estaría viviendo una historia así, una que solo veía en telenovelas o escuchaba en los chismes del barrio. Pero aquí estoy, temblando de miedo y deseo, preguntándome cómo llegué hasta este punto.

Me llamo Teresa Gutiérrez. Nací y crecí en un pequeño pueblo de Jalisco, donde las mujeres aprendemos desde niñas a ser esposas y madres antes que cualquier otra cosa. Me casé con Ernesto a los diecinueve, después de un noviazgo corto pero intenso. Tuvimos tres hijos: Mariana, Luis y Sofía. Nuestra vida fue sencilla, llena de rutinas, domingos en familia y peleas por cosas pequeñas. Siempre pensé que eso era suficiente.

Pero el tiempo pasa, y con él se va apagando la chispa. Ernesto se volvió un hombre callado, distante. Su trabajo en la fábrica lo agotaba y cuando llegaba a casa solo quería ver el fútbol o dormir. Yo me dediqué a cuidar a los niños, a la casa, a mis plantas. Cuando los hijos crecieron y se fueron a buscar su propio destino —Mariana a Monterrey, Luis a Tijuana, Sofía a la Ciudad de México— me quedé sola con Ernesto y el silencio.

Fue entonces cuando conocí a Javier. Llegó al pueblo para hacerse cargo del consultorio médico tras la jubilación del doctor Ramírez. Era viudo, de mirada cálida y sonrisa fácil. Nos cruzamos por primera vez en la panadería de doña Chayo. Me saludó con una cortesía que ya no recordaba y me ayudó a cargar las bolsas hasta mi carro. Desde ese día, empezamos a coincidir más seguido: en la iglesia, en el mercado, en las reuniones del comité vecinal.

Al principio solo hablábamos de cosas triviales: el clima, los precios de la verdura, las noticias del pueblo. Pero poco a poco las conversaciones se volvieron más profundas. Me preguntó por mis sueños, por mis miedos, por lo que me hacía feliz. Nadie me había preguntado eso en años. Sentí cómo algo dentro de mí despertaba.

Una tarde de lluvia, mientras tomábamos café en su consultorio —yo había ido por una receta para la presión— Javier me tomó la mano. Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. No dije nada; tampoco retiré mi mano. Nos miramos largo rato, como si ambos supiéramos que estábamos cruzando una línea peligrosa.

—Teresa… —susurró él— ¿cuándo fue la última vez que pensaste en ti?

No supe qué responderle. Me sentí desnuda ante su pregunta.

Esa noche no pude dormir. Me revolvía en la cama junto a Ernesto, sintiendo una mezcla de culpa y emoción. ¿Cómo podía estar pensando en otro hombre después de tantos años de matrimonio? ¿Qué clase de mujer era yo?

Pero el deseo era más fuerte que la culpa. Empezamos a vernos en secreto: caminatas al atardecer por el río, charlas interminables en su consultorio, mensajes escondidos entre las páginas de un libro que me prestó. Me sentía viva otra vez; como si hubiera recuperado una parte de mí que creía perdida para siempre.

Un día, Sofía vino de visita desde la ciudad. La noté inquieta; me miraba como si pudiera leer mis pensamientos.

—Mamá, ¿estás bien? Te noto diferente —me dijo mientras lavábamos los trastes.

—Estoy bien, hija —mentí— Solo un poco cansada.

Pero ella insistió:

—¿Hay algo que quieras contarme?

Sentí un nudo en la garganta. Quise confesarle todo, pedirle consejo como cuando era niña y venía llorando porque le habían roto el corazón. Pero no pude. ¿Cómo explicarle que su madre estaba traicionando todo lo que le había enseñado sobre el amor y la familia?

Las semanas pasaron y el secreto se volvió más pesado. Empecé a evitar a Ernesto; cualquier roce o palabra suya me hacía sentir sucia e indigna. Pero tampoco podía alejarme de Javier. Él me daba una felicidad que ya no recordaba.

Una tarde, mientras preparaba tamales para la fiesta patronal, Ernesto entró a la cocina sin hacer ruido. Me abrazó por detrás —algo que no hacía desde hacía años— y susurró:

—Te extraño, Teresa.

Sentí las lágrimas brotar sin control. ¿Cómo podía estar lastimando al hombre que me dio todo? ¿Cómo podía ser tan egoísta?

Esa noche le pedí a Dios una señal; algo que me dijera qué hacer. Pero solo encontré silencio.

El rumor empezó a correr por el pueblo: «La Teresa anda muy contenta últimamente», «Dicen que se ve mucho con el doctor». Las miradas de las vecinas se volvieron cuchillos; los saludos ya no eran tan cálidos.

Un domingo, después de misa, Mariana me llamó desde Monterrey:

—Mamá, ¿es cierto lo que dicen? ¿Estás pensando en dejar a papá?

Me quedé muda. El corazón me latía tan fuerte que pensé que se me saldría del pecho.

—No sé qué hacer, hija —alcancé a decir entre sollozos— No quiero lastimarlos… pero tampoco quiero seguir viviendo así.

Mariana guardó silencio unos segundos antes de responder:

—Haz lo que te haga feliz, mamá… pero piensa bien si vale la pena perderlo todo por alguien más.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Pensé en mi familia, en mis hijos lejos de casa, en Ernesto viendo fútbol solo en la sala… y también pensé en Javier esperándome con esa sonrisa que me hacía sentir joven otra vez.

Hoy sigo sin saber qué camino tomar. El miedo al qué dirán pesa tanto como el deseo de vivir plenamente lo que me queda de vida.

¿Es egoísta buscar mi propia felicidad después de tantos años de sacrificio? ¿O acaso merezco darme una segunda oportunidad?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?