Bajo el Silencio: El Grito de una Madre Mexicana

—Diego, ¿por qué ya no vienes a la casa? —le pregunté, la voz quebrada, mientras sostenía el teléfono con manos temblorosas. Del otro lado, solo escuché un suspiro, ese suspiro que me decía más que mil palabras: que estaba cansado, que no quería hablar, que algo lo tenía atrapado.

No era la primera vez que sentía ese muro invisible entre nosotros. Desde que se casó con Mariana, mi hijo se fue alejando poco a poco, como si cada día se hundiera más en un pozo del que no podía salir. Yo, Guadalupe, madre de tres, viuda desde hace seis años, me quedé sola en la casa grande de la colonia Moderna, en Guadalajara, con los recuerdos y el eco de las risas que antes llenaban cada rincón.

A veces me pregunto si fue mi culpa. Si fui demasiado dura cuando era niño, si no supe escuchar cuando me necesitaba. Pero también sé que Diego siempre fue noble, cariñoso, el que me ayudaba a cargar las bolsas del mercado y me preparaba café cuando veía que estaba triste. ¿En qué momento se perdió ese niño?

La primera vez que noté el cambio fue en una comida familiar. Mariana llegó con él, vestida impecable, con esa sonrisa que nunca llegaba a los ojos. Apenas se sentaron, ella empezó a corregirlo: que si no sabía servir la sopa, que si hablaba demasiado fuerte, que si no debía contar esas historias de su infancia porque «no eran apropiadas». Diego solo bajaba la cabeza y asentía. Yo sentí una punzada en el pecho, pero me mordí la lengua. No quería problemas.

Con el tiempo, las visitas se hicieron menos frecuentes. Cuando llamaba a Diego, siempre tenía prisa, siempre estaba «ocupado». Mariana rara vez contestaba mis mensajes. Una vez, incluso me bloqueó del grupo familiar de WhatsApp. Mi hija menor, Fernanda, me decía que no me metiera, que Diego era adulto y sabía lo que hacía. Pero yo veía en sus ojos la misma preocupación que sentía yo.

Una tarde, después de semanas sin saber de él, fui a su casa sin avisar. Mariana abrió la puerta y me miró como si fuera una intrusa. —Diego está ocupado —dijo, sin invitarme a pasar. Alcancé a ver a mi hijo en la sala, sentado en el sillón, mirando la televisión con la mirada perdida. Quise abrazarlo, preguntarle si estaba bien, pero Mariana cerró la puerta antes de que pudiera decir una palabra.

Esa noche lloré como no lloraba desde que murió mi esposo. Me sentí impotente, inútil, como si estuviera perdiendo a mi hijo sin poder hacer nada. ¿Cómo se rescata a alguien que no quiere ser rescatado? ¿Cómo se lucha contra un silencio tan espeso?

Pasaron los meses y la distancia se volvió costumbre. En Navidad, Diego no vino. Mandó un mensaje frío: «No podremos ir, Mariana está enferma». Fernanda me abrazó y me dijo que todo iba a estar bien, pero yo sabía que no era cierto. Sentí que la familia se desmoronaba y yo no podía sostenerla sola.

Un día, recibí una llamada inesperada. Era Diego. Su voz sonaba débil, como si hablara desde muy lejos. —Mamá, ¿puedo ir a verte? —preguntó. Mi corazón latió tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.

Cuando llegó, lo abracé tan fuerte como pude. Estaba más delgado, con ojeras profundas y la piel pálida. Nos sentamos en la cocina y le preparé su café favorito. Al principio no dijo nada, solo miraba la taza y jugaba con la cuchara. Finalmente, rompió el silencio:

—No sé qué hacer, mamá. Siento que ya no soy yo. Mariana me controla todo: lo que como, con quién hablo, hasta cómo me visto. Si le digo que quiero venir a verte, se enoja y me hace sentir culpable. A veces pienso que sería mejor desaparecer.

Sentí una rabia inmensa, pero también un miedo paralizante. No sabía cómo ayudarlo sin empeorar las cosas. Le tomé la mano y le dije:

—Hijo, aquí tienes tu casa. No tienes que quedarte donde no eres feliz. No estás solo.

Diego lloró en silencio. Esa noche se quedó a dormir en su antiguo cuarto. Al día siguiente, Mariana llamó furiosa, exigiendo que regresara. Diego se fue, cabizbajo, prometiendo que volvería pronto. Pero pasaron semanas sin noticias.

Empecé a ir a misa todos los días, pidiendo a la Virgen de Zapopan que protegiera a mi hijo. Hablé con Fernanda y con mi hermana Rosa, buscando consejos, pero nadie tenía respuestas. La familia se dividió: algunos decían que debía intervenir, otros que debía dejarlo en paz.

Una tarde, recibí un mensaje de Diego: «Te extraño, mamá». Fue como un rayo de esperanza en medio de la tormenta. Le respondí que lo amaba y que siempre estaría para él.

Hoy sigo esperando su regreso. No sé si algún día Diego encontrará la fuerza para salir de ese matrimonio tóxico. No sé si podré volver a abrazarlo sin miedo de perderlo otra vez. Pero no pierdo la fe.

A veces me pregunto: ¿cuántas madres en México viven este mismo dolor en silencio? ¿Cuántos hijos se pierden en relaciones donde el amor se convierte en prisión? ¿Qué harías tú si tu hijo estuviera atrapado así?