Carta a la amante de mi esposo — Cinco años después: Solo eres un recuerdo lejano
—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté a Javier la noche en que descubrí los mensajes en su celular. Mi voz temblaba, pero no era de miedo, sino de una furia contenida que me quemaba el pecho. Él no supo responderme; solo bajó la cabeza, incapaz de sostenerme la mirada.
Esa noche, mientras mis hijos dormían en la habitación contigua, sentí que el mundo se partía en dos. No podía gritar, no podía llorar fuerte. Solo podía apretar los dientes y preguntarme cómo llegamos hasta aquí. ¿En qué momento la rutina, los problemas económicos y las discusiones por tonterías nos hicieron tan vulnerables?
La mujer que me robó la paz tenía nombre, pero nunca pude pronunciarlo. Para mí, siempre fuiste «ella», la sombra que se coló en mi casa de San Miguel de Tucumán, la que se atrevió a llamarlo a las dos de la mañana, la que le enviaba fotos y promesas vacías. No eras una desconocida: eras la compañera de trabajo de Javier en el hospital público. Y aunque él fue débil, tú fuiste cruel.
Durante meses viví con el corazón en la garganta. Cada vez que Javier llegaba tarde, cada vez que sonaba su celular y él salía al patio a contestar, yo sentía que me arrancaban un pedazo del alma. Mis amigas me decían que lo dejara, que ningún hombre valía tanto sufrimiento. Mi mamá lloraba conmigo en la cocina mientras preparábamos empanadas para vender y así juntar unos pesos extra. Pero yo no podía soltarlo tan fácil; no solo por amor, sino porque éramos una familia. Y en mi barrio, una mujer sola es blanco fácil para las habladurías.
Recuerdo el día en que te vi por primera vez después de todo. Fue en el supermercado del centro. Ibas con tu hijo pequeño, y cuando nuestras miradas se cruzaron, bajaste la vista como si te quemara. Yo llevaba a mi hija de la mano y sentí una mezcla de rabia y lástima por ti. ¿Qué buscabas realmente? ¿Un hombre casado podía darte lo que necesitabas? ¿O solo querías sentirte deseada?
Las noches eran eternas. Me preguntaba si Javier pensaba en ti cuando estaba conmigo, si tus palabras seguían resonando en su cabeza. Hubo días en los que quise ir a buscarte y gritarte todo lo que me dolía, pero me contuve. No por miedo a ti, sino porque sabía que eso solo me rebajaría a tu nivel.
La crisis económica apretaba fuerte. Javier y yo discutíamos por plata, por los chicos, por el futuro incierto. Pero poco a poco, entre peleas y silencios, fuimos reconstruyendo algo parecido a la confianza. No fue fácil; hubo recaídas, hubo noches en las que dormimos espalda con espalda sin tocarnos ni una vez. Pero también hubo gestos pequeños: un mate compartido al amanecer, una caricia tímida antes de dormir.
Un día decidí escribirte esta carta, aunque nunca te la envié. Necesitaba sacar todo lo que tenía adentro:
«A vos, que pensaste que podías robarme lo más valioso que tenía: te equivocaste. No ganaste nada; solo sembraste dolor y soledad a tu alrededor. Yo también fui joven y cometí errores, pero jamás destruí una familia ajena. Hoy te miro desde lejos y solo siento compasión. Porque al final del día, vos sos solo un recuerdo borroso en mi historia. Yo sigo acá, entera, con mis hijos y mi dignidad intacta.»
Con el tiempo aprendí a perdonar, no porque Javier lo mereciera ni porque vos lo pidieras, sino porque yo necesitaba sanar. La vida siguió: los chicos crecieron, Javier cambió de trabajo y yo empecé a estudiar enfermería por las noches. Volví a reírme con mis amigas en la plaza del barrio y hasta me animé a bailar zamba en las fiestas patronales.
A veces me preguntan cómo hice para seguir adelante después de todo. La verdad es que no hay receta mágica: se trata de resistir un día más, de apoyarse en quienes te quieren bien y de no dejarse vencer por el rencor. Hoy miro hacia atrás y veo a esa mujer rota que fui hace cinco años; le daría un abrazo y le diría: «Vas a estar bien».
Javier y yo no somos los mismos de antes; quizás nunca volvamos a serlo. Pero aprendimos a mirarnos con honestidad y a pedirnos perdón cuando hace falta. No niego que todavía hay heridas; algunas cicatrices duelen cuando cambia el tiempo. Pero ya no sos vos quien ocupa mis pensamientos.
Hoy sos solo eso: un mal recuerdo, una sombra lejana en mi historia. Y yo… yo soy mucho más fuerte de lo que imaginé.
¿Alguna vez pensaste en el daño que causaste? ¿Creés que vale la pena vivir con esa culpa? Yo elegí perdonar para ser libre… ¿vos también podrías hacerlo?