Casi Perfecto — Pero Nunca Suficiente

—¿Otra vez vas a llegar tarde, Mariana? —La voz de mi mamá retumbó en el altavoz del celular, tan nítida y cortante como el silbido de los microbuses en Insurgentes a las siete de la noche.

—Sí, má, el jefe pidió que revisara los reportes antes de irme. No puedo dejarlo así —respondí, apretando los dientes mientras veía el reloj. 9:15 p.m. Otra vez iba a fallarles.

—Siempre es lo mismo contigo. ¿De qué sirve tanto trabajo si ni tiempo tienes para cenar con tu familia? —insistió ella, con ese tono que mezcla decepción y amor, tan típico de las madres mexicanas.

Colgué antes de que la culpa me ahogara. Afuera, la ciudad vibraba con su caos habitual: vendedores ambulantes gritando ofertas, el olor a tacos al pastor mezclado con el humo de los coches, y la eterna sensación de que todos corremos sin saber hacia dónde. Caminé rápido hacia el metro, esquivando miradas y empujones, pensando en lo irónico que era vivir en una ciudad tan llena de gente y sentirse tan sola.

Mi departamento en la Narvarte era pequeño pero acogedor. Al abrir la puerta, encontré a Daniel sentado en el sillón, con la mirada perdida en su celular.

—¿Llegaste tarde otra vez? —preguntó sin levantar la vista.

—No empieces, por favor. Hoy fue un día pesado —le respondí, dejando mi bolsa sobre la mesa.

—Siempre tienes un día pesado. ¿Y yo? ¿Cuándo vamos a tener un día para nosotros? —su voz sonaba cansada, resignada.

Me senté a su lado, intentando buscar su mano, pero él se apartó sutilmente. El silencio entre nosotros era más denso que el tráfico en Periférico un viernes por la tarde.

—Mira, Mariana —dijo finalmente—. No sé si esto está funcionando. Siento que siempre eres tú contra el mundo… y yo solo estoy aquí, esperando a ver si algún día me incluyes en tus planes.

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que yo tampoco sabía cómo encajar en mi propia vida? Que cada día sentía que estaba a punto de lograrlo todo, pero siempre faltaba algo: un ascenso que no llegaba, una madre que nunca estaba satisfecha, una pareja que se alejaba más con cada jornada laboral extendida.

Esa noche no dormí. Pensé en mi infancia en Puebla, cuando mi papá aún vivía y las cosas parecían más simples. Recordé las tardes jugando lotería con mis primos, las risas en la cocina mientras mi abuela preparaba mole. ¿En qué momento todo se volvió tan complicado?

Al día siguiente, llegué tarde al trabajo. Mi jefa, la licenciada Ramírez, me miró con esa ceja levantada que ya conocía demasiado bien.

—Mariana, necesito hablar contigo en mi oficina —dijo apenas crucé la puerta.

Entré temblando. Sabía lo que venía: otra charla sobre compromiso y productividad.

—Mira, Mariana —empezó—. Eres buena en lo que haces, pero últimamente te noto distraída. Aquí todos tenemos problemas personales, pero el trabajo no espera. Si no puedes con la presión…

—No, licenciada. Yo puedo —mentí, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.

Salí de ahí con ganas de llorar. Me pregunté si valía la pena tanto esfuerzo para sentirme siempre insuficiente. Caminé hasta el baño y me miré al espejo: ojeras profundas, cabello desordenado y esa mirada triste que ya era parte de mí.

Esa tarde recibí un mensaje de mi hermana menor:

—Mamá está muy enojada porque no fuiste ayer. Dice que nunca tienes tiempo para la familia.

Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué nadie entendía lo difícil que era sobrevivir en esta ciudad? ¿Por qué siempre tenía que elegir entre mis sueños y las expectativas de los demás?

Esa noche decidí ir a casa de mi mamá. Al llegar, la encontré sentada frente al televisor viendo su telenovela favorita. Me miró con una mezcla de sorpresa y reproche.

—¿Ahora sí te acordaste de tu madre? —dijo sin quitar los ojos de la pantalla.

Me senté a su lado y le tomé la mano.

—Má… estoy haciendo lo mejor que puedo. No es fácil para mí tampoco —le susurré.

Ella suspiró y finalmente me miró a los ojos.

—Solo quiero verte feliz, hija. Pero parece que nada te llena…

No supe qué responderle. Quizá tenía razón. Quizá yo misma no sabía qué era lo que me haría feliz.

Al volver al departamento encontré a Daniel empacando una maleta.

—¿Te vas? —pregunté con la voz quebrada.

—Necesito tiempo para pensar —respondió sin mirarme—. No quiero seguir siendo un espectador en tu vida.

Lo vi salir y sentí cómo se rompía algo dentro de mí. Me senté en el suelo y lloré como no lo hacía desde niña. Lloré por mi papá ausente, por mi mamá exigente, por Daniel y por mí misma.

Pasaron los días y todo siguió igual: trabajo, tráfico, soledad. Pero algo dentro de mí empezó a cambiar. Empecé a preguntarme si realmente vivía para mí o solo para cumplir expectativas ajenas.

Un sábado cualquiera decidí hacer algo diferente: apagué el celular y caminé por Coyoacán sola. Me senté en una banca frente a la fuente de los coyotes y observé a las familias reírse juntas, a las parejas tomarse fotos, a los niños correr tras las palomas.

Por primera vez en mucho tiempo respiré profundo y sentí paz. Entendí que nunca iba a ser perfecta ni para mi mamá ni para Daniel ni para mi jefa… pero quizá podía aprender a ser suficiente para mí misma.

Esa noche escribí un mensaje a mi mamá:

—Te quiero mucho, má. Estoy aprendiendo a quererme también.

Y otro a Daniel:

—Si algún día quieres intentarlo de nuevo, aquí estaré… pero ahora necesito encontrarme primero.

Hoy sigo luchando con mis inseguridades y mis miedos. Pero ya no corro tratando de alcanzar lo inalcanzable; camino despacio, aceptando mis errores y celebrando mis pequeños logros.

A veces me pregunto: ¿cuántos de nosotros vivimos tratando de ser perfectos para otros y olvidamos ser felices para nosotros mismos? ¿Vale la pena sacrificar nuestra paz por expectativas ajenas? ¿Tú qué piensas?