Cierro la puerta detrás de mí, porque ya no puedo mirarte: la historia de una mujer que perdió todo en un instante
—Cierro la puerta detrás de mí, porque ya no puedo mirarte—. Esas fueron las últimas palabras de Ernesto antes de desaparecer de mi vida. Treinta años juntos, tres hijos, una casa llena de recuerdos en el barrio San Cristóbal de Lima, y todo se desmoronó en un instante. Me quedé parada en el pasillo, con las manos temblando y el corazón hecho trizas, mientras escuchaba el eco de sus pasos alejándose para siempre.
No hubo gritos, ni platos rotos, ni siquiera lágrimas en ese momento. Solo un silencio espeso, como si el mundo entero se hubiera detenido para burlarse de mi desgracia. ¿Cómo se supone que una mujer debe reaccionar cuando el hombre con el que compartió la mitad de su vida decide irse sin mirar atrás?
Esa noche, me senté en la cama vacía y miré las fotos familiares colgadas en la pared. Ahí estábamos: Ernesto y yo, jóvenes y sonrientes en nuestra boda; los niños pequeños jugando en la playa de Ancón; las navidades apretados alrededor de la mesa, riendo y discutiendo por quién cortaba el panetón. Todo parecía tan lejano, tan irreal. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros?
Al día siguiente, mi hija mayor, Lucía, llegó corriendo apenas escuchó la noticia. —Mamá, ¿qué pasó?— me preguntó con los ojos llenos de preocupación. No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que su padre simplemente se cansó? Que después de años de rutinas, peleas pequeñas y silencios incómodos, decidió que ya no podía seguir fingiendo.
—No es tu culpa, mamá—, me dijo mientras me abrazaba fuerte. Pero yo sentía que sí lo era. Que quizás debí haber sido más cariñosa, menos exigente, más comprensiva cuando Ernesto llegaba tarde del trabajo o cuando prefería ver fútbol antes que hablar conmigo.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mi hijo menor, Diego, apenas hablaba conmigo. Se encerró en su cuarto y solo salía para ir a la universidad. Mi otra hija, Mariana, me llamaba desde Arequipa todos los días para asegurarse de que comiera algo. Pero yo apenas podía probar bocado; el estómago se me cerraba cada vez que pensaba en Ernesto con otra mujer, empezando una nueva vida mientras yo recogía los pedazos de la mía.
Las vecinas murmuraban a mis espaldas cuando salía al mercado. —Pobre Rosa—, decían algunas. —¿Habrá sido culpa suya?— preguntaban otras. En nuestro barrio todos se enteran de todo; no hay secretos que duren mucho tiempo entre paredes tan delgadas.
Una tarde, mientras lavaba los platos, mi madre vino a visitarme. Se sentó a mi lado y me miró con esos ojos duros que solo las mujeres andinas pueden tener después de una vida llena de sacrificios.
—Hija, los hombres van y vienen. Pero tú eres fuerte. No te olvides quién eres—.
Quise creerle, pero me sentía tan pequeña, tan insignificante. ¿Cómo volver a empezar a los 54 años? ¿Quién iba a quererme ahora? ¿Cómo confiar otra vez si el hombre al que le di todo me dejó sin mirar atrás?
Las noches eran las peores. El silencio se hacía insoportable y los recuerdos me asaltaban como fantasmas. Recordaba las veces que Ernesto me prometió amor eterno bajo las estrellas del Valle Sagrado; las veces que peleamos por dinero o por los hijos; las veces que hicimos las paces sin decir una palabra, solo abrazándonos fuerte hasta quedarnos dormidos.
Un día recibí un mensaje inesperado por WhatsApp. Era Ernesto. Solo decía: «Perdón». Nada más. Ni una explicación, ni una promesa de volver. Solo esa palabra fría y vacía que no llenaba el hueco en mi pecho.
Lucía insistió en que fuera a terapia. Al principio me negué; en mi generación nadie hablaba de esas cosas. Pero después de semanas sin poder levantarme de la cama, acepté ir a ver a la psicóloga del centro comunitario.
—Rosa, tienes derecho a sentir dolor— me dijo la doctora Jimena— pero también tienes derecho a reconstruir tu vida. No eres menos mujer por estar sola.
Empecé a escribir un diario para sacar todo lo que llevaba dentro. Escribía cartas a Ernesto que nunca envié; cartas llenas de rabia, tristeza y preguntas sin respuesta. ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué no luchaste por nosotros? ¿Por qué no fui suficiente?
Poco a poco, empecé a salir más. Me uní al grupo de mujeres del barrio que tejían mantas para vender en la feria dominical. Al principio solo escuchaba sus historias: infidelidades, abandonos, hijos rebeldes, sueños rotos. Me di cuenta de que no era la única; que muchas cargábamos heridas invisibles bajo la ropa limpia y las sonrisas forzadas.
Un sábado cualquiera, mientras tejíamos bajo el sol tibio del invierno limeño, una vecina nueva se acercó al grupo. Se llamaba Carmen y venía de Huancayo. Tenía una risa contagiosa y una historia aún más dura que la mía: su esposo la había dejado por otra mujer mucho más joven y ella tuvo que empezar desde cero con dos hijos pequeños.
—Al principio pensé que me moría— me confesó Carmen— pero mira, aquí estoy. Si yo pude, tú también puedes.
Sus palabras me dieron esperanza por primera vez en meses. Empecé a mirar mi vida con otros ojos: sí, había perdido mucho, pero también tenía cosas valiosas por las que luchar. Mis hijos seguían ahí; mis amigas también; incluso mi madre seguía viniendo cada semana con su sopa caliente y sus consejos duros pero sinceros.
Un día decidí cambiar los muebles del salón y pintar las paredes de azul claro. Era un pequeño acto de rebeldía contra el pasado; una forma de decirle al mundo (y a mí misma) que todavía podía tomar decisiones sobre mi propia vida.
Con el tiempo aprendí a disfrutar mi soledad: a leer novelas románticas sin sentirme ridícula; a caminar por el malecón sin esperar a nadie; a reírme fuerte sin miedo al qué dirán.
No sé si algún día volveré a enamorarme o si podré confiar plenamente en alguien otra vez. Pero sí sé que merezco ser feliz, aunque sea sola. Que mi valor no depende de un hombre ni del qué dirán las vecinas.
A veces todavía escucho la voz de Ernesto en mi cabeza: «Cierro la puerta detrás de mí porque ya no puedo mirarte». Pero ahora esa frase ya no duele tanto; es solo un recuerdo más entre muchos otros.
¿Será posible volver a amar después de perderlo todo? ¿O acaso la verdadera libertad está en aprender a amarnos primero a nosotras mismas? ¿Ustedes qué piensan?