Cuando contesté el teléfono de mi mejor amiga y escuché la voz de mi esposo

—¿Por qué tienes el teléfono de mi esposo, Mariana? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía el celular de mi mejor amiga en la mano. El sudor frío me recorría la espalda. Era una tarde calurosa en Monterrey, y yo había ido a casa de Mariana solo para tomar un café y desahogarme de la rutina. Jamás imaginé que ese día cambiaría mi vida para siempre.

Todo empezó cuando Mariana fue a la cocina a buscar más azúcar. Su celular vibró sobre la mesa y, por costumbre, miré la pantalla: “Amor ❤️”. Pensando que era su novio, contesté sin pensarlo. Pero al otro lado escuché una voz que conocía mejor que mi propia alma.

—Hola, mi vida… ¿ya puedo pasar por ti? —dijo Daniel, mi esposo, con ese tono tierno que usaba solo conmigo.

Sentí que el mundo se detenía. No podía respirar. —¿Daniel? —alcancé a susurrar.

Hubo un silencio largo, incómodo. Luego escuché cómo se le quebraba la voz. —¿Laura? ¿Qué haces con el teléfono de Mariana?

En ese instante, Mariana regresó a la sala. Su rostro se puso blanco al verme con el celular pegado al oído. No necesitaba más explicaciones. El temblor en sus manos, la forma en que evitaba mi mirada… todo era claro como el agua.

—¿Desde cuándo? —pregunté, sin poder contener las lágrimas.

Mariana bajó la cabeza. —Laura… yo…

No quise escuchar más. Salí corriendo de su casa, dejando atrás mi bolso y mi dignidad. Caminé sin rumbo por las calles polvorientas del barrio, mientras los recuerdos me golpeaban como olas furiosas: los mensajes que Daniel escribía a escondidas, las veces que Mariana canceló nuestros planes a último minuto, las miradas cómplices que nunca quise ver.

Llegué a casa y me desplomé en el sofá. Mi hija Valeria jugaba en su cuarto, ajena al huracán que se desataba en el corazón de su madre. ¿Cómo iba a explicarle que su papá ya no era el héroe que ella creía?

Esa noche Daniel llegó tarde. Entró con paso inseguro y los ojos rojos de tanto llorar. Se arrodilló frente a mí y tomó mis manos.

—Laura, perdóname… No sé cómo pasó. Todo fue un error.

Lo miré con rabia y dolor. —¿Un error? ¿Acostarte con mi mejor amiga fue un error? ¿Mentirme todos estos meses fue un error?

Él agachó la cabeza. —No quería lastimarte. Mariana estaba sola, tú y yo peleábamos mucho…

—¡No me culpes! —grité—. ¡Tú elegiste traicionarme!

Valeria salió corriendo de su cuarto al escuchar los gritos. Se abrazó a mis piernas, asustada.

—¿Mami? ¿Por qué lloras?

La abracé fuerte, sintiendo cómo se me partía el alma en mil pedazos.

Los días siguientes fueron un infierno. Mi mamá vino desde Saltillo para ayudarme con Valeria. Me abrazó fuerte y me dijo: —Hija, los hombres pueden ser muy cobardes, pero tú eres fuerte. No dejes que esto te destruya.

Pero yo me sentía destruida. No podía dormir ni comer. En la colonia todos comenzaron a murmurar; las amigas comunes dejaron de llamarme. Mariana desapareció del mapa y Daniel se fue a vivir con su hermano.

Una tarde, mientras lavaba los platos, Valeria se acercó y me preguntó:

—¿Mami, cuándo va a volver papá?

No supe qué decirle. ¿Cómo le explicas a una niña de seis años que su familia se rompió por una traición? Solo pude abrazarla y llorar en silencio.

Pasaron semanas antes de que Daniel viniera a vernos. Trajo flores y juguetes para Valeria, pero yo no podía ni mirarlo a los ojos.

—Laura, quiero arreglar las cosas —me dijo—. Estoy dispuesto a hacer lo que sea.

Pero yo ya no era la misma mujer ingenua de antes. Había aprendido a vivir con el dolor y a ponerme de pie sola.

Un día recibí un mensaje de Mariana: “Perdóname, Laura. No merezco tu amistad ni tu perdón, pero quiero que sepas que siempre te quise como una hermana”.

No respondí. No tenía fuerzas para enfrentarla ni para odiarla más.

El tiempo pasó lento, como si cada día pesara una tonelada. Empecé a trabajar medio tiempo en una papelería del barrio para distraerme y ganar algo de dinero extra. Mi mamá cuidaba a Valeria mientras yo intentaba reconstruir mi vida entre facturas y cuadernos escolares.

A veces me preguntaba si algún día podría volver a confiar en alguien. Si algún día dejaría de dolerme tanto la traición de las dos personas que más amaba en el mundo.

Una noche, mientras Valeria dormía abrazada a su osito y yo miraba las luces lejanas del Cerro de la Silla desde la ventana, me hice una pregunta:

¿De verdad es posible perdonar lo imperdonable? ¿O hay heridas que nunca sanan del todo?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?