Cuando el amor se apaga: La historia de Mariana y los silencios que duelen

—¿Vas a llegar tarde otra vez, Julián? —pregunté desde la cocina, con la voz apenas audible, mientras el vapor del arroz empañaba mis lentes. No hubo respuesta. Solo el eco de la puerta cerrándose y el sonido lejano de sus pasos bajando por la escalera del edificio.

Me quedé quieta, cuchara en mano, mirando el reloj de la pared. Las agujas parecían burlarse de mí, marcando cada minuto que pasaba en soledad. Hace años, cuando Julián y yo nos conocimos en la universidad de Medellín, juré que nunca dejaría que la rutina nos devorara. Pero aquí estaba, treinta y seis años, dos hijos y un apartamento pequeño después, preguntándome en qué momento dejé de amar a mi esposo.

La primera señal llegó sin aviso: el silencio. Antes, nuestras noches estaban llenas de risas, conversaciones sobre política, sueños compartidos y hasta discusiones apasionadas sobre fútbol. Ahora, cenábamos frente al televisor, cada uno absorto en su celular. Yo revisando recetas que nunca haría; él leyendo noticias que nunca me contaba. El silencio era tan espeso que a veces sentía que podía cortarlo con el cuchillo del pan.

—Mamá, ¿por qué no le hablas a papá? —me preguntó Camila una noche, mientras lavábamos los platos juntas.

—Estoy cansada, hija —mentí—. Es solo eso.

Pero no era solo cansancio. Era ese vacío que se instala cuando el amor se va retirando poco a poco, como la marea que deja la playa desnuda y fría.

La segunda señal fue la indiferencia. Antes me preocupaba si Julián llegaba tarde o si no me llamaba al salir del trabajo. Ahora, ni siquiera notaba si estaba o no en casa. Me volví experta en fingir interés cuando me contaba sobre sus problemas en la oficina o cuando me pedía que le buscara la camisa azul. Mi corazón ya no latía más rápido al escuchar sus llaves en la puerta; solo sentía un leve fastidio por el ruido.

Una tarde, mientras doblaba ropa en el cuarto de los niños, escuché a Julián hablando por teléfono en voz baja. No entendí lo que decía, pero su tono era suave, casi tierno. Algo dentro de mí se removió, pero no fue celos ni rabia: fue alivio. Pensé: «Ojalá encuentre alguien que lo escuche como yo ya no puedo».

La tercera señal fue la ausencia de contacto. Recuerdo la última vez que me abrazó sin motivo: fue hace más de un año, después del cumpleaños de mi suegra. Desde entonces, nuestros cuerpos se cruzaban solo por accidente en el pasillo o cuando nos pasábamos la sal en la mesa. Dormíamos espalda con espalda, cada uno aferrado a su propio lado de la cama como si fuera una trinchera.

Una noche, mientras intentaba dormir, Julián murmuró:

—¿Te pasa algo conmigo?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que ya no sentía nada? Que su presencia me era tan indiferente como la lluvia golpeando las ventanas del apartamento.

—No es nada —susurré—. Solo estoy cansada.

Pero él sabía que era mentira. Lo vi en sus ojos al día siguiente, cuando evitó mirarme durante el desayuno y salió apurado sin despedirse.

En el barrio todos pensaban que éramos la pareja perfecta: dos hijos sanos, trabajos estables, vacaciones una vez al año en Santa Marta. Pero nadie veía las grietas en nuestra fachada; nadie escuchaba los silencios incómodos ni sentía el frío entre nuestras sábanas.

Mi mamá solía decirme: «Mariana, uno tiene que luchar por su matrimonio». Pero ¿cómo se lucha cuando ya no hay amor? ¿Cómo se reconstruye algo que se ha ido desmoronando día tras día?

Un domingo cualquiera, mientras preparaba arepas para el desayuno, Julián entró a la cocina y se quedó parado frente a mí.

—¿Todavía me quieres? —preguntó sin rodeos.

Sentí un nudo en la garganta. Quise decirle que sí, que todo estaba bien, pero las palabras no salieron. Solo pude mirarlo a los ojos y bajar la mirada.

—No sé —admití finalmente—. No sé si te quiero como antes.

Él asintió despacio y salió del apartamento sin decir nada más. Ese día supe que algo había cambiado para siempre.

Las semanas siguientes fueron un desfile de conversaciones incómodas y lágrimas contenidas. Los niños notaban la tensión; Camila dejó de invitar amigas a casa y Tomás empezó a encerrarse más tiempo en su cuarto. Mi suegra me llamaba todos los días para preguntar si necesitábamos algo; yo solo respondía con monosílabos.

Una tarde lluviosa, Julián me propuso ir a terapia de pareja. Acepté por inercia, porque era lo correcto, porque quería demostrarme a mí misma que lo había intentado todo antes de rendirme.

La psicóloga nos recibió en un consultorio pequeño lleno de plantas y cuadros coloridos. Nos pidió que habláramos sobre lo que sentíamos.

—Siento que Mariana ya no está aquí —dijo Julián con voz temblorosa—. Que solo queda una sombra de lo que éramos.

Yo no pude evitar llorar. No por él ni por mí, sino por todo lo que habíamos perdido sin darnos cuenta.

Después de varias sesiones, entendimos que a veces el amor simplemente se acaba. Que no siempre hay culpables ni razones claras; solo desgaste y distancia.

Decidimos separarnos de común acuerdo. Fue doloroso explicárselo a los niños y enfrentar las miradas curiosas de los vecinos. Pero también fue un alivio dejar de fingir algo que ya no existía.

Hoy vivo sola con mis hijos en un apartamento más pequeño pero lleno de luz. Julián viene a verlos los fines de semana y hemos aprendido a hablarnos sin rencor. A veces siento nostalgia por lo que fuimos, pero también agradezco haber tenido el valor de reconocer los signos antes de hacernos más daño.

Me pregunto cuántas mujeres siguen callando estos silencios y cuántos hombres prefieren no ver las señales del desamor. ¿Es posible volver a amar después de perderse así? ¿O solo aprendemos a vivir con las cicatrices?