Cuando el Amor se Apaga: La Historia de un Matrimonio Olvidado

—¿Otra vez huevos con jamón, Mariana? —me preguntó Julián sin mirarme, con la voz cansada y los ojos fijos en el celular.

Sentí el nudo en la garganta, ese que se me formaba cada mañana desde hacía meses. Miré el plato, las manos temblorosas. No era el desayuno, lo sabía. Era la costumbre, la rutina que nos había devorado. Yo, Mariana López, una mujer de 38 años, sentía que me desvanecía en mi propia casa en Guadalajara.

Julián y yo nos conocimos en la universidad. Él era divertido, siempre con una sonrisa y un chiste listo. Me enamoré de su energía, de sus ganas de vivir. Pero después de quince años juntos, dos hijos y una hipoteca, todo eso parecía un recuerdo lejano. Julián empezó a cambiar después de que nació nuestra hija menor, Valeria. Al principio pensé que era el estrés del trabajo, pero pronto noté que ya no le importaba nada: ni su salud, ni su aspecto, ni yo.

—¿Por qué no vamos a caminar al parque? —le propuse una tarde de domingo, mientras él veía fútbol en la sala.

—Estoy cansado, Mariana. Déjame descansar —me respondió sin apartar la vista del televisor.

Intenté no tomarlo personal, pero cada vez que lo veía comer papas fritas y refresco mientras su barriga crecía, sentía una mezcla de enojo y tristeza. Yo me esforzaba por mantenerme activa, por cuidar mi alimentación. No era solo por mí; quería que él estuviera bien, que compartiéramos más tiempo juntos. Pero Julián se fue encerrando en sí mismo.

Las noches se volvieron silenciosas. Dormíamos espalda con espalda. A veces me preguntaba si él notaba mi ausencia emocional. Una noche, mientras doblaba ropa en la recámara, me armé de valor.

—Julián, ¿te das cuenta de que casi no hablamos? —le dije con voz baja.

Él suspiró fuerte.

—Mariana, siempre estás buscando problemas donde no los hay.

Me dolió. No era buscar problemas; era buscarlo a él. Quería sentirme vista, amada. Pero cada intento terminaba igual: con su indiferencia o con una discusión sin sentido.

Mi mamá me decía que así eran los hombres, que después de los años se volvían cómodos. Pero yo no quería resignarme a eso. Empecé a sentirme invisible. En las reuniones familiares, todos preguntaban por Julián: «¿Y Julián? ¿Por qué no vino?» Yo inventaba excusas: «Está cansado», «Tiene mucho trabajo». Nadie sabía lo solo que me sentía a su lado.

Un día, mientras llevaba a Valeria al colegio, escuché a otras mamás hablar sobre sus esposos: «Mi marido me llevó flores», «El mío me invitó al cine». Sentí una punzada de envidia y vergüenza. ¿En qué momento dejamos de ser pareja para convertirnos en simples compañeros de casa?

La gota que derramó el vaso fue una noche de aniversario. Había preparado su platillo favorito: enchiladas verdes con pollo. Me arreglé como hacía años no lo hacía: vestido rojo, tacones altos, perfume dulce. Cuando Julián llegó del trabajo, apenas me miró.

—¿Por qué tan arreglada? —preguntó con desdén.

—Hoy es nuestro aniversario —le recordé.

Se quedó callado unos segundos.

—Ah… sí… felicidades —dijo sin emoción y se fue directo a la computadora.

Esa noche lloré en silencio mientras él roncaba a mi lado. Sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.

Pasaron los días y mi tristeza se volvió rabia. Empecé a salir sola: al cine, a caminar por el parque, a tomar café con amigas. Descubrí que podía reír otra vez sin sentirme culpable. Pero cada regreso a casa era un recordatorio del vacío.

Un sábado por la mañana, mientras los niños jugaban en el patio y Julián dormía hasta tarde, mi hermana Lucía vino a visitarme.

—Te ves cansada —me dijo mientras tomábamos café.

—Estoy cansada de sentirme sola —le confesé por primera vez.

Lucía me abrazó fuerte.

—No tienes por qué cargar sola con esto. Habla con él… o piensa en ti por primera vez.

Esa noche esperé a que los niños se durmieran y enfrenté a Julián.

—Julián, necesito hablar contigo —le dije firme.

Él bufó y dejó el control remoto sobre la mesa.

—¿Ahora qué?

—No puedo más con esta indiferencia. Me siento invisible para ti. He intentado acercarme, pero parece que ya no te importo ni tú mismo ni yo…

Por primera vez en mucho tiempo, vi algo diferente en sus ojos: miedo o quizá sorpresa.

—Mariana… yo… no sé qué decirte —balbuceó.

—No digas nada si no lo sientes —le interrumpí—. Solo quiero saber si aún quieres luchar por esto o si ya te rendiste hace tiempo.

El silencio fue más fuerte que cualquier palabra. Esa noche dormí en el cuarto de Valeria.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: culpa, alivio, miedo al futuro. Hablamos poco; él parecía perdido en sus pensamientos. Finalmente, una tarde me dijo:

—No sé cómo llegamos hasta aquí… pero tampoco sé si puedo cambiar.

Lloré mucho esa noche. Por él, por mí, por lo que fuimos y ya no somos. Decidimos darnos un tiempo; él se fue a casa de su mamá unos días.

Mis hijos preguntaban por su papá y yo solo podía abrazarlos fuerte y decirles que todo estaría bien. En el fondo no sabía si era cierto.

Hoy escribo esto desde mi sala vacía. A veces extraño hasta sus ronquidos molestos o sus bromas tontas. Pero también he aprendido a quererme más y a entender que no puedo cargar sola con el peso del amor.

¿En qué momento dejamos de vernos? ¿Cuándo dejamos de luchar? ¿Será posible volver a empezar después de tanto dolor? Los leo…