Cuando el Amor se Quiebra: La Noche que Me Mandaron de Vuelta a Casa de Mis Padres
—¿Otra vez, Mariana? ¿No puedes callarla un momento? —La voz de Julián, mi esposo, retumbó en la penumbra de nuestro pequeño departamento en Ciudad de México. Eran las tres de la mañana y la bebé, Camila, llevaba horas llorando sin consuelo. Yo la acunaba, caminando de un lado a otro, con los ojos hinchados de tanto llorar y de no dormir.
—No puedo, Julián. Ya intenté todo… —le respondí, sintiendo cómo mi garganta se cerraba. El cansancio me hacía tambalear. Camila tenía apenas dos semanas y el pediatra había dicho que era cólico, que pasaría, pero cada noche era una eternidad.
Julián se levantó de la cama, furioso. —¡No puedo más! ¡Necesito dormir! Mañana tengo que ir a la oficina y tú… tú solo estás aquí todo el día. ¿Por qué no te vas a casa de tus papás unos días? Así descansas tú y yo también.
Me quedé helada. Sentí que me arrancaban el corazón. ¿Acaso no éramos un equipo? ¿No habíamos soñado juntos con esta familia? Pero él ya había tomado su decisión. Me ayudó a empacar unas cosas, casi sin mirarme. Yo, con Camila en brazos, salí al amanecer rumbo a la casa de mis padres en Iztapalapa.
El trayecto en taxi fue un suplicio. Camila lloraba y yo también. Miraba por la ventana, viendo cómo la ciudad despertaba, y me preguntaba en qué momento mi vida se había vuelto esto: una sucesión de noches en vela, discusiones y soledad. Recordé cuando Julián y yo éramos novios, cuando bailábamos cumbia en las fiestas familiares y soñábamos con una casa llena de hijos. Ahora, ni siquiera podía contar con él para sostenerme en el momento más difícil.
Mi mamá abrió la puerta con cara de preocupación. —¿Qué pasó, hija? ¿Por qué llegas así?
No pude responder. Solo me derrumbé en sus brazos, mientras Camila seguía llorando. Mi papá, siempre tan serio, me miró con reproche. —¿Y Julián? ¿Por qué no está contigo?
—Dice que necesita descansar… —musité, sintiendo la vergüenza arderme en la piel.
Mi mamá me llevó a mi antiguo cuarto, donde todavía colgaban los posters de Luis Miguel y las fotos de la prepa. Me ayudó a acostar a Camila, que por fin se quedó dormida, agotada de tanto llorar. Yo me senté en la cama, sintiéndome una niña otra vez, fracasada, perdida.
Los días siguientes fueron una mezcla de alivio y dolor. Mi mamá me ayudaba con la bebé, me preparaba caldito de pollo y me abrazaba cuando me veía llorar. Pero mi papá no podía ocultar su enojo. —Eso no se hace, Mariana. Un hombre debe estar con su familia, no mandarlas lejos cuando las cosas se ponen difíciles.
Yo trataba de justificar a Julián, pero en el fondo sabía que mi papá tenía razón. Cada noche, cuando Camila lloraba y yo la acunaba en la oscuridad, pensaba en Julián durmiendo tranquilo en nuestro departamento vacío. ¿Estaría pensando en nosotras? ¿O simplemente disfrutaba del silencio?
Una tarde, mi hermana menor, Paola, entró a mi cuarto sin tocar. —¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a regresar con él como si nada? —me preguntó, con ese tono directo que siempre ha tenido.
—No lo sé, Pao. No quiero pelear, pero tampoco quiero sentirme sola en esto…
—Pues piénsalo bien, hermana. Porque si lo dejas pasar, mañana será otra cosa. Y tú mereces alguien que te acompañe, no que te abandone cuando más lo necesitas.
Sus palabras me dolieron, pero también me hicieron pensar. ¿Cuántas mujeres en mi colonia, en mi país, han pasado por lo mismo? ¿Cuántas han tenido que cargar solas con la maternidad mientras sus parejas se desentienden? Recordé a mi vecina, doña Lupita, que crió sola a sus tres hijos porque su marido se fue al norte y nunca volvió. ¿Sería ese mi destino?
Esa noche, Julián me llamó. Su voz sonaba cansada, pero no triste. —¿Cómo está la niña? ¿Ya duerme mejor?
—Un poco… —le respondí, sin saber qué más decir.
—¿Y tú? —preguntó, como si de verdad le importara.
—Cansada. Triste. Sintiéndome sola…
Hubo un silencio largo. —Mira, Mariana, yo también estoy agotado. No sabía que esto iba a ser tan difícil. Pensé que podríamos con todo, pero… no sé. Necesito tiempo para pensar.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. —¿Tiempo para pensar? ¿Sobre qué, Julián? ¿Sobre si quieres seguir siendo papá o esposo?
—No es eso… Solo… no sé si estoy hecho para esto.
Colgué el teléfono sin decir más. Esa noche lloré hasta quedarme dormida, abrazando a Camila como si fuera mi único ancla en el mundo.
Pasaron los días y Julián no llamó más. Mi mamá me aconsejaba paciencia, mi papá me decía que debía exigirle más, y Paola me animaba a pensar en mí y en mi hija primero. Yo sentía que me partía en dos: una parte quería regresar y luchar por mi familia, la otra quería quedarse donde al menos no me sentía tan sola.
Un domingo, mientras paseaba a Camila en el parque, vi a otras madres con sus bebés. Algunas iban solas, otras con sus parejas. Me pregunté cuántas de ellas estarían fingiendo sonrisas mientras por dentro se sentían igual de rotas que yo.
Esa tarde, Julián apareció en casa de mis padres. Traía ojeras profundas y una expresión de derrota. —Mariana, quiero hablar contigo —dijo, sin atreverse a mirarme a los ojos.
Nos sentamos en la sala, mientras mis papás se llevaban a Camila. Julián empezó a llorar. —Perdóname. Fui un cobarde. Me asusté. No supe cómo ayudarte ni cómo ayudarme a mí mismo. Pero te extraño. Las extraño. Quiero intentarlo de nuevo… si tú quieres.
No supe qué responder. El dolor seguía ahí, pero también el amor. Le pedí que buscáramos ayuda, que fuéramos juntos a terapia, que no quería volver a sentirme sola nunca más. Julián aceptó, y por primera vez en semanas sentí una chispa de esperanza.
Hoy, meses después, seguimos luchando. No es fácil. Hay días buenos y días malos. Pero aprendimos que la maternidad y la paternidad no son caminos solitarios, y que pedir ayuda no es rendirse. A veces el amor se quiebra, pero también puede reconstruirse, si ambos ponen de su parte.
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Perdonarían a quien los dejó solos en el peor momento? ¿O buscarían empezar de nuevo por su cuenta? Los leo…