Cuando el Amor se Vuelve Burla: El Dolor de Ser Ridiculizada por Quien Más Amas
—¿Otra vez vas a quemar el arroz, Mariana? —La voz de Julián retumbó en la cocina, mezclándose con el olor a cebolla frita y el vapor del agua hirviendo. Mi mano tembló apenas un segundo, lo suficiente para que el arroz se pegara al fondo de la olla. Escuché la risa de Julián, esa risa que antes me hacía sentir especial, pero que ahora me atravesaba como un cuchillo.
—¡Mamá, papá está molestando otra vez! —gritó Camila desde el comedor, pero Julián solo se encogió de hombros y siguió hojeando el periódico.
No siempre fue así. Cuando conocí a Julián en la universidad en Medellín, era el hombre más dulce del mundo. Me escribía poemas y me traía café en las mañanas. Pero algo cambió después de casarnos y mudarnos al pequeño apartamento en Envigado. Al principio eran bromas inocentes: que si era despistada, que si siempre perdía las llaves. Yo reía con él, pensando que así era el amor verdadero: reírse juntos de las pequeñas torpezas cotidianas.
Pero con los años, las bromas se volvieron más crueles. «¿Vas a salir así?», me preguntaba cuando me veía vestida para ir al trabajo. «¿No te da pena?». O cuando llegaban sus amigos a ver el partido: «Mariana no entiende nada de fútbol, mejor que nos prepare unas empanadas». Todos reían y yo sonreía, aunque por dentro sentía que me desmoronaba.
Una noche, después de una discusión por una tontería —creo que fue porque olvidé comprar leche—, Julián me miró con desprecio y dijo: —No sé cómo lograste terminar la universidad si eres tan despistada.
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo frío. Me pregunté en qué momento dejé de ser su compañera para convertirme en su chiste favorito. ¿Era yo demasiado sensible? ¿O era él quien había cambiado?
En las reuniones familiares, mi mamá me miraba con preocupación. —¿Todo bien con Julián? —me preguntaba bajito mientras lavábamos los platos.
—Sí, mamá, solo está cansado del trabajo —mentía yo, porque me daba vergüenza admitir que mi esposo me hacía sentir menos que nada.
Mi hija Camila empezó a notar las cosas. Un día llegó llorando del colegio porque una compañera se había burlado de ella por su acento paisa. Cuando le pregunté cómo se sentía, me dijo: —Me sentí como tú cuando papá se ríe de ti.
Esa frase me atravesó el alma. ¿Qué ejemplo le estaba dando a mi hija? ¿Que era normal dejarse humillar por quien se supone que te ama?
Intenté hablar con Julián una noche después de cenar. —Julián, tus bromas me duelen. No quiero que Camila piense que está bien reírse de los demás.
Él soltó una carcajada y dijo: —Ay, Mariana, no seas dramática. Si no aguantaras un chistecito, no podrías vivir en este país.
Me sentí invisible. Como si mis sentimientos no importaran. Empecé a dudar de mí misma: ¿será que estoy exagerando? Pero cada vez que Julián hacía una broma sobre mi peso o mi torpeza frente a otros, sentía cómo mi autoestima se hacía trizas.
Una tarde, mientras esperaba el bus para ir al trabajo, vi a una pareja mayor tomados de la mano. Ella le sonreía y él le acomodaba el cabello detrás de la oreja. Me pregunté si alguna vez Julián volvería a mirarme así.
En el trabajo tampoco encontraba consuelo. Mis compañeras hablaban de sus esposos con cariño o resignación, pero ninguna parecía entender lo que yo sentía. Un día, durante el almuerzo, Ana Lucía me preguntó:
—¿Y tú por qué nunca hablas bien de Julián?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicar que el hombre que amaba era también quien más daño me hacía?
Las cosas empeoraron cuando perdí mi empleo por recorte de personal. Julián no perdió la oportunidad para burlarse:
—¿Ves? Te dije que no eras tan indispensable como creías.
Esa noche no pude dormir. Me levanté y caminé por el apartamento oscuro, sintiéndome atrapada en una vida que ya no reconocía como mía.
Un sábado por la mañana, mientras preparaba arepas para el desayuno, Camila se acercó y me abrazó fuerte.
—Mamá, ¿por qué no eres feliz?
No supe qué decirle. Solo la abracé y lloré en silencio.
Decidí buscar ayuda. Fui a la parroquia del barrio y hablé con la psicóloga comunitaria. Le conté todo: las burlas, la vergüenza, el miedo a quedarme sola.
—Mariana —me dijo—, nadie merece ser humillado en su propia casa. El amor no es burla ni desprecio.
Salí de esa consulta sintiendo un poco menos de peso sobre los hombros. Empecé a leer sobre autoestima y relaciones tóxicas. Hablé con otras mujeres del barrio y descubrí que muchas vivían situaciones parecidas pero callaban por miedo al qué dirán.
Un día reuní el valor para enfrentar a Julián frente a Camila.
—No voy a permitir que sigas burlándote de mí —le dije con voz temblorosa pero firme—. Si quieres reírte de alguien, búscate otro público.
Julián se quedó callado por primera vez en años. Camila me miró con orgullo y yo sentí una chispa de esperanza encenderse dentro de mí.
No fue fácil cambiar las cosas. Hubo gritos, silencios incómodos y muchas lágrimas. Pero poco a poco empecé a recuperar mi voz y mi dignidad.
Hoy sigo luchando por reconstruir mi autoestima y enseñarle a mi hija que nadie merece ser humillado por amor. A veces me pregunto si Julián algún día entenderá cuánto daño hizo con sus palabras disfrazadas de chiste.
¿Hasta cuándo vamos a normalizar la burla en nuestras relaciones? ¿Cuántas mujeres más tendrán que callar su dolor para mantener las apariencias? Yo ya no quiero callar más.