Cuando el corazón se enfría: La historia de Mariana en el barrio San Martín

—¿Otra vez llegás tarde, Javier? —mi voz tembló, pero no de rabia, sino de un cansancio que me pesaba en los huesos. Él dejó las llaves sobre la mesa sin mirarme, como si yo fuera una sombra más en la casa de paredes descascaradas del barrio San Martín. Afuera, los gritos de los chicos jugando a la pelota se mezclaban con el olor a pan recién horneado de doña Rosa. Pero adentro, el aire era denso, casi irrespirable.

No siempre fue así. Recuerdo cuando Javier y yo bailábamos cumbia en la plaza los sábados por la noche, cuando las preocupaciones eran otras: si alcanzaba para la carne del asado o si el colectivo pasaría a tiempo. Pero ahora, después de quince años juntos, dos hijos y una montaña de cuentas por pagar, el amor se había ido desvaneciendo como la pintura vieja del portón.

—No empecés, Mariana —me dijo él, sin levantar la vista del celular. Sentí una punzada en el pecho. No era enojo; era vacío. ¿Cuándo fue que dejamos de hablarnos? ¿Cuándo fue que el silencio se volvió más cómodo que cualquier conversación?

Esa noche, mientras lavaba los platos con las manos heladas, recordé las palabras de mi amiga Camila: “El amor no se muere de golpe, Mari. Se va apagando despacito, como una vela cuando ya no queda oxígeno”. Camila lo sabía bien; su marido la había dejado por otra y ella tuvo que reinventarse vendiendo empanadas en la esquina. Lucía, en cambio, seguía esperando a su esposo camionero que volvía cada dos meses con promesas y regalos baratos.

Me pregunté si todas las mujeres del barrio sentían lo mismo: ese miedo a quedarse solas, pero también ese deseo secreto de ser libres. Porque a veces, cuando Javier se iba a trabajar y los chicos estaban en la escuela, yo me sentaba en la ventana con un mate y soñaba con otra vida. Una donde pudiera estudiar enfermería como siempre quise, donde nadie me gritara ni me hiciera sentir invisible.

Pero la realidad era otra. Mi mamá siempre decía: “La mujer aguanta porque así es la vida acá”. Y yo aguantaba. Aguantaba los gritos, las ausencias, las miradas frías. Aguantaba porque tenía miedo de romper la familia, de que mis hijos sufrieran lo mismo que yo sufrí cuando mi papá se fue con otra mujer y mi mamá tuvo que limpiar casas para darnos de comer.

Una tarde, mientras barría la vereda, vi a Lucía llorando en la puerta de su casa. Me acerqué y la abracé sin decir nada. Entre sollozos me confesó:

—No sé si lo amo o si sólo tengo miedo de estar sola…

Sus palabras me atravesaron como un rayo. ¿Y si yo también estaba confundiendo costumbre con amor? Esa noche no pude dormir. Miré a Javier roncando a mi lado y sentí una distancia infinita entre nosotros. Pensé en mis hijos, en sus caritas dormidas, en todo lo que había sacrificado por ellos. Pero también pensé en mí, en esa Mariana que se había perdido entre pañales, ollas y discusiones sin sentido.

Al día siguiente, Camila vino a visitarme con una bolsa de facturas y su risa contagiosa.

—¿Y vos? ¿Cuándo vas a empezar a vivir para vos? —me preguntó mientras servía el mate.

—No sé si puedo… —le respondí bajito.

—Claro que podés. Mirame a mí: pensé que me moría sin él y acá estoy, más viva que nunca —me dijo guiñando un ojo.

Sus palabras me dieron vueltas todo el día. Empecé a notar cosas que antes ignoraba: cómo Javier evitaba mirarme a los ojos, cómo yo prefería quedarme hasta tarde viendo novelas para no tener que acostarme junto a él. Cómo el silencio se había vuelto nuestro idioma común.

Una noche, después de una discusión por dinero —la misma discusión de siempre—, Javier salió dando un portazo. Me quedé sola en la cocina con las luces apagadas y el corazón helado. Lloré en silencio para no despertar a los chicos. Sentí que algo dentro mío se rompía definitivamente.

Al día siguiente, fui al centro comunitario del barrio y pregunté por los cursos gratuitos. Me anoté en uno de enfermería sin pensarlo demasiado. Cuando llegué a casa y le conté a Javier, él apenas levantó una ceja.

—¿Y eso para qué? Si igual nunca vas a trabajar afuera…

No respondí. Por primera vez en mucho tiempo, sentí una chispa de esperanza dentro mío.

Los días pasaron y empecé a cambiar pequeñas cosas: me arreglaba para ir al curso, salía a caminar con Camila y Lucía los domingos por la tarde, me animaba a decir lo que pensaba aunque temblara por dentro. Los chicos notaron el cambio y me abrazaban más fuerte al volver del colegio.

Pero Javier se volvió más frío, más distante. Una noche llegó borracho y me gritó cosas horribles delante de los chicos. Esa fue la gota que rebalsó el vaso. Llamé a mi hermano Pedro y le pedí que viniera a buscarme.

—No puedo más —le dije entre lágrimas—. No quiero que mis hijos crezcan creyendo que esto es normal.

Pedro me abrazó fuerte y me ayudó a empacar unas pocas cosas. Nos fuimos a su casa esa misma noche. Los chicos lloraban pero yo les prometí que todo iba a estar bien.

Los primeros días fueron duros. Extrañaba mi casa, mi rutina, incluso a Javier. Pero poco a poco empecé a sentirme más liviana. En el curso conocí mujeres con historias parecidas a la mía y juntas nos animamos a soñar con un futuro distinto.

Un día volví al barrio San Martín para buscar unos papeles y vi a Javier sentado en la vereda, solo y cabizbajo. No sentí odio ni rencor; sólo lástima por lo que habíamos perdido.

Ahora vivo con mis hijos en un departamento chiquito pero lleno de risas y esperanza. Trabajo medio turno en una clínica y sigo estudiando para recibirme de enfermera. Camila y Lucía siguen siendo mis compañeras de ruta; juntas aprendimos que el amor propio también se construye día a día.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen callando su dolor por miedo al qué dirán? ¿Cuántas Marianas hay en cada barrio esperando animarse a dar el primer paso?

¿Y vos? ¿Te animarías a empezar de nuevo aunque te tiemble todo por dentro?