Cuando el Huracán se Llama Julián
—¡¿Por qué llegas tan tarde, Mariana?! —La voz de Julián retumbó en las paredes de la sala, tan fuerte que hasta la vecina de al lado, doña Rosa, debió escucharlo. Yo apenas crucé la puerta, con las bolsas del supermercado marcando mis dedos y el corazón latiéndome en la garganta.
No era la primera vez. Pero esa noche, algo dentro de mí se quebró. Tal vez fue el cansancio, o el recuerdo de mi mamá diciéndome de niña: “Nadie tiene derecho a gritarte, Mariana”. O tal vez fue la mirada de mi hija Sofía, que se asomó desde el pasillo con los ojos enormes y asustados.
—Había fila en la caja, Julián. Y Sofía tenía hambre —intenté explicar, pero él ya no escuchaba. Caminaba de un lado a otro, como un toro enjaulado.
Julián llegó a mi vida hace tres años, cuando yo aún trabajaba en la panadería de don Ernesto, en el centro de Puebla. Era alto, moreno, con una sonrisa que podía derretir hasta el hielo más duro. Recuerdo cómo me hacía reír con sus historias de cuando era niño en Veracruz, cómo me prometía un futuro mejor. “Contigo todo va a ser diferente”, me decía mientras me tomaba la mano.
Al principio, todo era luz. Me llevaba serenatas con sus amigos, me llenaba de flores y hasta convenció a mi papá para que le diera permiso de cortejarme. Mi familia lo adoraba; mi hermana Lucía decía que por fin había encontrado a alguien que me cuidara.
Pero poco a poco, su cariño se volvió exigente. Quería saber dónde estaba a cada hora, con quién hablaba, por qué tardaba tanto en contestar los mensajes. “Es que te amo mucho”, me decía cuando yo le reclamaba. “No quiero perderte”.
La primera vez que levantó la voz fue porque olvidé comprarle su cerveza favorita. Me pidió perdón llorando y juró que no volvería a pasar. Yo le creí. ¿Cómo no hacerlo? Si hasta me trajo un ramo de girasoles al día siguiente.
Pero las discusiones se hicieron más frecuentes. Y los gritos también. Mis amigas empezaron a alejarse porque Julián no quería que saliera con ellas. “Son una mala influencia”, decía. “Solo quieren meterte ideas raras en la cabeza”.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Sofía jugando con sus muñecas en el cuarto. “No llores, muñeca”, le decía a su Barbie. “Papá solo está enojado porque mamá es mala”. Sentí un nudo en el estómago tan fuerte que tuve que sentarme.
Esa noche llamé a Lucía.
—No sé qué hacer —le confesé entre sollozos—. Siento que ya no soy yo.
—Tienes que salir de ahí, Mariana —me dijo con voz firme—. No puedes dejar que Sofía crezca pensando que eso es amor.
Pero salir no era tan fácil. ¿A dónde iba a ir? ¿Cómo iba a mantener a mi hija sola? Julián controlaba el dinero y yo había dejado el trabajo porque él insistió en que una buena madre debía quedarse en casa.
Una mañana, mientras preparaba el desayuno, Julián llegó con una noticia:
—Me ofrecieron trabajo en Ciudad de México —anunció—. Nos vamos la próxima semana.
Sentí miedo. Miedo de estar aún más lejos de mi familia, de perder cualquier apoyo que pudiera tener. Pero él no pidió mi opinión; solo informó.
El día de la mudanza, mi papá vino a despedirse. Me abrazó fuerte y susurró al oído:
—Recuerda quién eres, hija. No dejes que nadie apague tu luz.
En la ciudad todo era más frío y solitario. Julián llegaba tarde del trabajo y cada vez estaba más irritable. Una noche llegó oliendo a alcohol y empezó a gritarme porque la cena estaba fría. Sofía se escondió debajo de la mesa y yo sentí una rabia nueva creciendo dentro de mí.
Al día siguiente fui al parque con Sofía y conocí a Marta, una mujer salvadoreña que vendía tamales cerca del columpio.
—¿Estás bien? —me preguntó al ver mis ojos hinchados.
No sé por qué le conté todo. Tal vez porque necesitaba desahogarme con alguien que no me juzgara.
—No estás sola —me dijo—. Hay lugares donde ayudan a mujeres como tú. Yo también pasé por eso.
Me dio el número de una organización y me animó a llamar. Esa noche lo pensé mucho. ¿Y si Julián se enteraba? ¿Y si no podía sola?
Pero al ver a Sofía dormir abrazada a su osito, supe que tenía que intentarlo.
Llamé al día siguiente y me atendió una psicóloga llamada Verónica. Me habló con tanta dulzura que lloré sin parar durante media hora.
—No tienes la culpa de nada —me repitió—. Mereces vivir sin miedo.
Empecé a ir a las sesiones sin decirle nada a Julián. Poco a poco fui recuperando fuerzas y recordando quién era antes de conocerlo: una mujer alegre, trabajadora, llena de sueños.
Un día Verónica me preguntó:
—¿Qué te detiene para dar el siguiente paso?
Pensé en Sofía, en mi familia, en el miedo… pero también en la esperanza de una vida mejor.
Esa noche, cuando Julián volvió a gritarme porque olvidé plancharle una camisa, algo cambió en mí. Lo miré a los ojos y le dije:
—Ya basta, Julián. No voy a dejar que me trates así nunca más.
Él se quedó helado, como si no pudiera creer lo que escuchaba.
Al día siguiente empaqué lo poco que tenía y me fui con Sofía al refugio que Verónica me recomendó. Lloré mucho, pero también sentí alivio por primera vez en años.
Mi familia me apoyó desde lejos; Lucía viajó para ayudarnos y poco a poco empecé a trabajar otra vez en una panadería pequeña cerca del refugio.
A veces Sofía pregunta por su papá y yo solo le digo que ahora estamos seguras y juntas. No es fácil empezar de nuevo, pero cada día me siento más fuerte.
Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas en relaciones así? ¿Cuántas callan por miedo o vergüenza? Si mi historia puede ayudar a otra mujer a buscar ayuda, entonces todo este dolor habrá valido la pena.
¿Hasta cuándo vamos a normalizar el control y la violencia disfrazados de amor? ¿Cuándo aprenderemos a amarnos lo suficiente para decir «ya basta»?