Cuando la cuenta de la boda llegó: El precio del amor en tiempos difíciles
—¿Y ahora qué vamos a hacer, Diego?— preguntó Camila, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, mientras sostenía el teléfono con manos temblorosas. Yo apenas podía respirar. Acabábamos de enterarnos de que sus papás, Marta y Ernesto, no podrían aportar ni un peso para la boda. Lo dijeron así, sin anestesia, después de meses prometiendo que nos ayudarían a cumplir el sueño de nuestra vida.
La noticia llegó un jueves por la noche, justo cuando pensábamos que lo peor ya había pasado. Habíamos hecho cuentas, recortado invitados, buscado salones más baratos, pero siempre con la certeza de que tendríamos ese respaldo. Ahora, con la lista de invitados llena de primos lejanos y amigos de sus papás —que ni siquiera conocíamos—, el presupuesto se nos iba de las manos.
—No es justo, Diego. ¿Por qué invitaron a tanta gente si sabían que no podían pagar? —Camila se tapó la cara y empezó a sollozar. Yo sentí una rabia sorda en el pecho. No era solo el dinero; era la vergüenza, el miedo al qué dirán, la sensación de estar defraudando a todos.
Mi mamá, Lucía, siempre me había dicho: “Hijo, uno se casa con la familia entera”. Pero nunca imaginé que eso significara cargar con las deudas y los compromisos ajenos. Mi papá, don Ramón, apenas podía ayudarnos con algo para el vestido y el pastel. Nosotros habíamos ahorrado lo poco que podíamos entre mi trabajo en la oficina y los turnos extra de Camila en la farmacia.
Esa noche no dormimos. Hablamos hasta el amanecer, haciendo listas y tachando nombres. Camila lloraba por su abuela, que venía desde Veracruz solo para vernos casarnos en grande. Yo pensaba en mi hermano menor, Julián, que quería ser mi padrino pero apenas tenía para su propio traje.
Al día siguiente, fuimos a casa de Marta y Ernesto. Nos recibieron con café y pan dulce, como si nada hubiera pasado. Ernesto se veía incómodo; Marta no dejaba de mirar su celular.
—Miren, hijos —dijo Ernesto al fin—, las cosas están difíciles. La fábrica cerró y apenas estamos saliendo adelante. No queremos que se endeuden por una fiesta.
—Pero ustedes invitaron a medio pueblo —le reclamé sin poder contenerme—. ¿Cómo esperan que paguemos todo?
Marta suspiró y por primera vez la vi vulnerable.
—Yo solo quería que tuvieran una boda digna, como la que nunca pude tener —dijo en voz baja—. Pero entiendo si quieren hacer algo más sencillo.
Camila me apretó la mano bajo la mesa. Sentí su desesperación y su amor mezclados en ese gesto pequeño.
Salimos de ahí sin respuestas claras. En el taxi de regreso, Camila me miró con los ojos hinchados.
—¿Y si nos casamos solo por el civil? ¿Y si dejamos todo esto atrás?
La idea me dolió. Había soñado con verla entrar a la iglesia del brazo de su papá, con mi mamá llorando en primera fila. Pero también sabía que no podíamos hipotecar nuestro futuro por una sola noche.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Los chismes empezaron a correr: que si estábamos peleados, que si no teníamos dinero, que si la familia de Camila era tacaña. Mi tía Rosa llamó para decirme que “la gente va a hablar mal si cancelan todo”. El primo de Camila ofreció prestarnos dinero “con intereses bajos”, pero sabíamos que eso era meternos en otro problema.
Una noche, después de discutir por tercera vez en una semana sobre las flores y el menú, exploté:
—¡Esto ya no es nuestro sueño! ¡Es el sueño de todos menos el nuestro!
Camila se quedó callada mucho rato. Luego se acercó y me abrazó fuerte.
—Perdón por arrastrarte a esto —susurró—. Yo solo quería hacer feliz a todos… pero me olvidé de nosotros.
Fue ahí cuando decidimos hacer algo radical: cancelar la boda grande y organizar una ceremonia íntima en casa de mi abuela Carmen, con solo los más cercanos. Llamamos uno por uno a los invitados para explicarles. Algunos se ofendieron; otros nos felicitaron por tener el valor de priorizar nuestro amor sobre las apariencias.
El día de nuestra boda fue sencillo pero hermoso. Mi abuela cocinó mole y arroz; mi hermano Julián tocó la guitarra mientras bailábamos bajo las luces del patio. No hubo lujos ni vestidos caros, pero sí risas sinceras y abrazos apretados.
Al final de la noche, Camila me miró a los ojos y me dijo:
—Gracias por elegirnos a nosotros antes que a todos los demás.
Hoy, cuando veo las fotos viejas y escucho los comentarios de quienes aún critican nuestra decisión, me pregunto: ¿Cuántos matrimonios empiezan endeudados solo por cumplir expectativas ajenas? ¿Vale la pena sacrificar tu paz por una fiesta?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían por cumplir el sueño de otros?