Cuando la paciencia se rompe: El día que le di un ultimátum a mi esposo
—¿Otra vez en casa de tu mamá, Julián? —pregunté con la voz temblorosa, apretando el celular con tanta fuerza que sentí que podía romperlo.
Del otro lado de la línea, su voz sonó tranquila, casi indiferente:
—Sí, Mariana. Mi mamá compró un tapete nuevo y quiere que le ayude a mover los muebles. No tardo.
Mentira. Siempre tardaba. Siempre era lo mismo: cualquier excusa era buena para irse a la casa de su madre, doña Carmen, esa mujer que desde el primer día me miró como si yo fuera una intrusa en su reino. Vivimos en Guadalajara, en una colonia donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que las noticias en la radio. Y yo, Mariana Torres, me convertí en la esposa invisible.
Recuerdo cuando Julián y yo nos casamos hace seis años. Yo tenía sueños sencillos: una familia unida, tardes de café y risas, hijos corriendo por la casa. Pero desde el principio, doña Carmen se encargó de recordarme que su hijo era suyo antes que mío. «Julián siempre ha sido mi apoyo», decía ella, como si yo fuera una amenaza para ese lazo invisible y asfixiante.
Al principio me reía. Pensaba que era normal, que todas las suegras eran así. Pero con el tiempo, empecé a notar cómo Julián se escabullía cada vez más seguido. Si había problemas en casa, él desaparecía. Si yo necesitaba ayuda con los niños o con las cuentas, él tenía que «ver a su mamá». Y yo me quedaba sola, recogiendo los pedazos de una vida que parecía no ser mía.
Una tarde, mientras lavaba los platos y escuchaba las risas de mis hijos jugando en el patio, sentí una punzada de rabia mezclada con tristeza. ¿Por qué siempre era yo la que tenía que aguantar? ¿Por qué mi matrimonio giraba alrededor de una mujer que no era yo?
Esa noche, cuando Julián llegó —otra vez tarde, otra vez oliendo a perfume barato de su madre— lo esperé sentada en la sala.
—¿Sabes qué día es hoy? —le pregunté sin mirarlo.
Él se encogió de hombros, dejando las llaves sobre la mesa.
—¿Martes?
—Es nuestro aniversario —dije, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Julián se quedó callado. Ni siquiera intentó disculparse. Solo murmuró algo sobre el tapete y lo cansada que estaba su mamá.
Esa fue la gota. Me levanté y lo miré directo a los ojos:
—Julián, ya no puedo más. O pones límites con tu mamá o esto se termina.
Él me miró como si le hubiera hablado en otro idioma. Vi en sus ojos miedo, pero también costumbre. La costumbre de saber que siempre iba a estar ahí para él, sin importar cuánto me doliera.
Los días siguientes fueron un infierno. Doña Carmen me llamó llorando, acusándome de querer separar a su hijo de ella. Mis cuñadas me mandaron mensajes llenos de veneno: «Eres una egoísta», «Nadie va a querer a Julián como su madre». Mi propia madre me dijo que tuviera paciencia, que así son los hombres mexicanos, que las mujeres debemos aguantar por el bien de la familia.
Pero yo ya no podía aguantar más.
Una noche, después de acostar a los niños, Julián se sentó a mi lado y por primera vez en años lo vi vulnerable.
—No sé cómo hacerlo —me dijo—. Mi mamá siempre ha dependido de mí desde que mi papá murió. Siento que si le digo que no, la voy a lastimar.
Me dolió escucharlo. Porque entendí que no era solo egoísmo; era miedo, era culpa. Pero también entendí que yo no podía seguir siendo la sombra de otra mujer en mi propio hogar.
—Julián —le dije suavemente—, yo también te necesito. Nuestros hijos te necesitan. No puedes vivir con un pie aquí y otro allá para siempre.
Hubo silencio. Un silencio pesado, lleno de años de palabras no dichas.
Al día siguiente, Julián habló con su madre. No sé exactamente qué le dijo, pero esa noche llegó temprano a casa y cenamos juntos por primera vez en mucho tiempo. Los niños estaban felices; yo también, aunque sabía que esto era solo el principio de un largo proceso.
Las cosas no cambiaron de la noche a la mañana. Doña Carmen siguió llamando todos los días; hubo lágrimas y reproches. Pero poco a poco, Julián empezó a poner límites. Empezó a elegirnos a nosotros.
A veces me pregunto si hice lo correcto al darle ese ultimátum. Si fui demasiado dura o demasiado egoísta. Pero luego veo a mis hijos reír con su papá y siento que valió la pena luchar por mi lugar en esta familia.
¿Hasta dónde debemos aguantar por amor? ¿Cuándo es justo poner límites incluso si eso significa romper tradiciones o desafiar a quienes más queremos? Me gustaría saber qué harían ustedes en mi lugar.