Cuando la traición llega a casa: la historia de Mariana y Julián
—¿Por qué tienes ese mensaje en tu correo, Julián? —le pregunté con la voz temblorosa, mientras el cursor parpadeaba sobre la pantalla abierta de su laptop. El silencio en la sala era tan pesado que sentía que me aplastaba el pecho. Afuera, los perros ladraban y el calor de la tarde se colaba por las ventanas abiertas, pero dentro de mí solo había un frío que no conocía.
Nunca pensé que sería yo quien descubriría una traición así. Siempre fui la que confiaba, la que defendía a Julián frente a las habladurías del pueblo. «Él jamás haría algo así», repetía una y otra vez a mi madre, a mis amigas, incluso a mí misma. Pero ahí estaba, frente a mis ojos, el correo con palabras dulces y promesas que nunca me hizo a mí.
Mi nombre es Mariana López y nací en un pequeño pueblo de Veracruz, donde todos se conocen y los secretos no duran mucho. Julián y yo nos casamos jóvenes, cuando él apenas empezaba a trabajar en la cooperativa cafetalera y yo daba clases en la primaria del pueblo. Diez años juntos, dos hijos, una vida sencilla pero feliz… o eso creía yo.
Recuerdo que desde el principio Julián era tajante: «La infidelidad es lo peor que le puedes hacer a alguien. Si alguna vez te engaño, no merezco tu perdón». Esas palabras se me quedaron grabadas como una promesa sagrada. Por eso, cuando vi ese correo —»Te extraño, amor. No aguanto las ganas de verte otra vez»— sentí que el piso se abría bajo mis pies.
—No es lo que piensas, Mariana —balbuceó Julián, evitando mi mirada.
—¿Entonces qué es? ¿Me vas a decir que es una broma? —le grité, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.
No respondió. Solo se sentó en el sillón, con la cabeza entre las manos. Yo quería golpearlo, quería llorar, quería salir corriendo y no volver nunca más. Pero ahí me quedé, paralizada por el dolor y la incredulidad.
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, repasando cada momento de los últimos años: las veces que llegaba tarde del trabajo, las llamadas que contestaba en voz baja, los fines de semana en los que decía estar cansado. ¿Cómo no lo vi antes? ¿En qué momento dejamos de hablarnos como antes?
Al día siguiente, fui a casa de mi madre. Ella me recibió con su abrazo cálido y su café recién hecho. No tuve que decirle nada; bastó con verme para saber que algo andaba mal.
—¿Qué pasó, hija? —me preguntó con esa voz suave que siempre usaba cuando yo era niña.
—Julián me engañó, mamá —susurré, y las lágrimas finalmente salieron.
Mi madre suspiró y me acarició el cabello. —Los hombres son así, Mariana. Pero tú tienes que pensar en tus hijos. No vayas a hacer una locura.
Esa frase me dolió más que la traición de Julián. ¿Acaso tenía que aguantarlo solo por mis hijos? ¿Por qué siempre somos las mujeres las que debemos perdonar?
Pasaron los días y Julián intentó acercarse. Me trajo flores, cocinó para los niños, hasta limpió la casa sin que se lo pidiera. Una noche se arrodilló frente a mí.
—Perdóname, Mariana. Fue un error. No sé en qué estaba pensando. Te juro que no significa nada para mí.
Lo miré a los ojos y vi miedo, arrepentimiento… pero también egoísmo. Él quería mi perdón para limpiar su culpa, no porque realmente entendiera el daño que me hizo.
En el pueblo empezaron los rumores. Las vecinas me miraban con lástima cuando iba al mercado; algunas hasta se atrevieron a decirme que debía agradecer que Julián «solo fue una vez» y no tenía otra familia escondida en otro lado. Sentí vergüenza, rabia e impotencia.
Mis hijos empezaron a notar el ambiente tenso en casa. Sofía, la mayor, me preguntó una noche:
—¿Por qué ya no le hablas a papá?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de ocho años que su padre rompió una promesa tan importante?
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Julián hablando por teléfono en el patio.
—Te dije que no me llames más —susurraba con voz apurada—. Mi esposa ya sospecha…
Sentí un nudo en el estómago. No era solo un error; seguía hablando con ella. Esa fue la gota que derramó el vaso.
Esa noche le pedí que se fuera de la casa. Lloró, suplicó, prometió cambiar… pero yo ya no podía confiar en él. Mi madre se enojó conmigo; dijo que estaba destruyendo mi familia por un «desliz». Mis amigas se dividieron: unas me apoyaron, otras dijeron que era demasiado dura.
Pasaron semanas difíciles. Lidié con la soledad, con los comentarios malintencionados del pueblo y con el dolor de ver a mis hijos extrañar a su padre. Pero también descubrí una fuerza dentro de mí que no sabía que tenía.
Empecé a salir más con mis hijos, retomé mis clases en la primaria y hasta me animé a tomar un curso de repostería para vender pasteles los fines de semana. Poco a poco, empecé a reconstruir mi vida sin Julián.
A veces lo veo en el pueblo; nos saludamos por los niños, pero ya no siento ese dolor punzante en el pecho. Aprendí que nadie merece cargar con la culpa ajena ni vivir con miedo al qué dirán.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen callando por miedo o por costumbre? ¿Cuántas veces nos han dicho que debemos perdonar solo porque somos mujeres? Yo elegí no hacerlo… ¿y tú qué harías si estuvieras en mi lugar?