Cuando la verdad duele: Mi fe frente a la traición

—¿Por qué, Javier? ¿Por qué me hiciste esto?—. Mi voz temblaba, apenas un susurro ahogado por el llanto. La noche caía sobre Medellín, y las luces lejanas de la ciudad parecían burlarse de mi desgracia. Javier, mi esposo por diecisiete años, no podía mirarme a los ojos. Sus manos sudaban, apretando el borde de la mesa como si así pudiera sostenerse en pie ante el peso de su culpa.

—Lo siento, Lucía…— murmuró, y esas palabras me atravesaron como un puñal. No había excusas, no había justificaciones. Solo el eco de una traición que jamás imaginé vivir.

Recuerdo que esa tarde, mientras preparaba el café para los niños, sentí que algo en mi vida se había roto. El celular de Javier vibró sin parar. No era raro que lo llamaran del trabajo, pero esa vez, su nerviosismo me hizo sospechar. Cuando él salió a comprar pan, la curiosidad me venció. Revisé su celular y allí estaban: mensajes, fotos, promesas de amor a otra mujer. Sentí que el aire me faltaba, que el piso se abría bajo mis pies.

Esa noche lo enfrenté. No gritamos; no hubo platos rotos ni insultos. Solo el silencio denso de dos personas que ya no sabían cómo mirarse. Los niños dormían en la habitación contigua, ajenos al drama que se desataba en la sala.

—¿Cuánto tiempo?— pregunté con voz quebrada.

—Casi un año…— respondió Javier, bajando la mirada.

Un año. Doce meses de mentiras, de besos vacíos, de promesas rotas. Sentí rabia, dolor, pero sobre todo una soledad abrumadora. ¿Cómo iba a enfrentar a mi familia? ¿Qué le diría a mi mamá, a mis hermanas? En nuestro barrio, las habladurías vuelan más rápido que el viento.

Esa noche no dormí. Me arrodillé junto a la cama y recé como nunca antes. No pedí venganza ni castigo; solo pedí fuerza para no derrumbarme. “Dios mío, ayúdame a entender por qué me pasa esto”, susurré entre sollozos.

Los días siguientes fueron un infierno. Mi suegra llamó para preguntar por qué Javier no había ido a visitarla el domingo. Mi mamá notó mis ojos hinchados y me abrazó sin preguntar nada. Pero yo sabía que tarde o temprano tendría que hablar.

En la iglesia del barrio, encontré un refugio inesperado. La señora Marta, una vecina que siempre saludaba con una sonrisa, me vio llorando en una banca y se sentó a mi lado.

—A veces Dios permite que nos rompan el corazón para mostrarnos cuán fuerte podemos ser— me dijo, apretando mi mano con ternura.

Empecé a ir todos los días a misa de seis. Allí, entre rezos y cantos, sentí que mi dolor era compartido por otros: la señora Rosa que perdió a su hijo en un accidente; don Felipe que luchaba contra el cáncer; jóvenes rezando por un futuro mejor lejos de la violencia del barrio.

Javier intentó hablar conmigo varias veces. Me pidió perdón, juró que había terminado todo con esa mujer y que quería reconstruir nuestra familia. Pero yo ya no era la misma Lucía ingenua de antes.

Una tarde, mientras lavaba los platos y veía a mis hijos hacer tareas en la mesa del comedor, sentí una paz extraña. Recordé las palabras del Padre Andrés en la homilía: “El perdón no es olvido; es decidir no dejar que el dolor te consuma”.

Decidí perdonar a Javier, pero no para volver con él, sino para liberarme del odio que me estaba carcomiendo por dentro. Le pedí que se fuera de la casa por un tiempo; necesitaba espacio para sanar y pensar en mi futuro.

Mi familia fue mi sostén. Mi hermana Mariana venía todas las noches con empanadas y chismes para distraerme. Mi mamá rezaba conmigo y me recordaba que las mujeres de nuestra familia siempre han sido fuertes.

Pero no todo fue comprensión. Algunos vecinos murmuraban a mis espaldas: “¿Viste? A Lucía le pusieron los cachos”. En el supermercado sentía las miradas curiosas, los susurros disfrazados de compasión. En Latinoamérica, una mujer separada sigue siendo motivo de escándalo.

Hubo días en los que quise rendirme. Me preguntaba si valía la pena seguir luchando sola por mis hijos. Pero cada vez que veía sus caritas dormidas, recordaba por qué debía seguir adelante.

La oración se volvió mi refugio diario. Empecé a leer la Biblia cada mañana antes de despertar a los niños. Encontré consuelo en los Salmos y fuerza en las palabras de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis cansados y cargados, y yo os haré descansar”.

Un día, Javier regresó para hablar con los niños. Los vi abrazarse y llorar juntos en el patio. Sentí lástima por él, pero también gratitud porque Dios me había dado el valor de poner límites.

Hoy han pasado seis meses desde aquella noche fatídica. No sé qué pasará mañana; no sé si algún día podré amar de nuevo o confiar plenamente en alguien. Pero sé que Dios nunca me ha soltado la mano.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven esto en silencio? ¿Cuántas encuentran fuerza en la fe cuando todo parece perdido? Si tú también has sentido tu mundo derrumbarse por una traición, quiero decirte: no estás sola.

¿Será posible volver a confiar después de una herida así? ¿Dónde encuentran ustedes la fuerza para seguir adelante cuando todo parece perdido?