Cuando mi hijo quiso llamar ‘mamá’ a mi suegra: El día que mi paciencia se quebró
—¿Puedo llamarla ‘mamá’ también?—
La pregunta de Emiliano, mi hijo de siete años, retumbó en la cocina como un trueno inesperado. Yo estaba sirviendo arroz con pollo, el aroma llenando el pequeño departamento en la colonia Narvarte, cuando él soltó esas palabras con la inocencia de quien no sabe que acaba de abrir una herida profunda.
Me quedé paralizada, cuchara en mano, mirando su carita redonda y sus ojos grandes, tan parecidos a los de su papá. Sentí cómo la sangre me subía a la cabeza y el corazón me latía tan fuerte que pensé que Emiliano podría escucharlo. Mi suegra, Doña Teresa, estaba sentada en la mesa, cortando aguacate, y alzó la vista con una mezcla de sorpresa y satisfacción apenas disimulada.
—¿Por qué dices eso, mi amor?— pregunté, tratando de mantener la voz firme.
Emiliano bajó la mirada y jugueteó con el borde del mantel. —Es que abuela siempre está conmigo cuando tú trabajas. Me ayuda con la tarea, me lleva al parque… Y me dice que ella también es como una mamá para mí.
Sentí un nudo en la garganta. Había trabajado tanto para darle lo mejor a mi hijo: estudié contaduría en la UNAM con beca, me gradué con honores, conseguí un buen puesto en una firma importante del centro. Todo para que él tuviera un futuro mejor. Pero las largas horas en la oficina significaban que Doña Teresa era quien lo recogía de la escuela, quien le preparaba la merienda, quien escuchaba sus historias del día.
—No seas exagerada, Lucía— intervino Doña Teresa, con ese tono pasivo-agresivo que tanto detesto—. Los niños necesitan cariño y yo sólo quiero ayudar. Tú sabes que yo lo cuido porque tú no puedes.
Sentí cómo se me quebraba algo por dentro. ¿No puedo? ¿O no quiero? ¿O simplemente no soy suficiente?
Esa noche, después de acostar a Emiliano, discutí con mi esposo, Rodrigo. Él intentó mediar:
—Mi mamá sólo quiere ayudar. No te pongas así. Además, tú sabías que este trabajo era importante para ti.
—¿Y qué hay de lo que es importante para Emiliano?— le grité entre lágrimas—. ¿Qué tal si un día deja de verme como su mamá y sólo soy la señora que paga las cuentas?
Rodrigo me abrazó, pero yo sentí que estaba sola en esa batalla. Recordé a mi propia madre, allá en Veracruz, que nunca pudo salir adelante porque siempre puso a los demás primero. Yo juré que sería diferente. Pero ahora… ¿a qué costo?
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Emiliano estaba distante conmigo; prefería contarle sus cosas a su abuela. Doña Teresa aprovechaba cada oportunidad para recordarme lo presente que estaba en la vida de mi hijo:
—Hoy Emiliano me dijo que quiere ser doctor como su papá…
—Emiliano ya aprendió a amarrarse las agujetas, yo le enseñé…
Yo sentía celos, rabia y culpa. En la oficina fingía estar bien, pero cada vez que veía una foto de Emiliano en mi escritorio sentía ganas de llorar. Mis compañeras decían que era afortunada por tener a alguien que me ayudara con el niño; otras murmuraban que por eso los hijos se pierden.
Un viernes por la tarde llegué temprano a casa. Escuché risas desde el cuarto de Emiliano y los encontré jugando lotería en el suelo. Me quedé en la puerta, invisible para ellos. Vi cómo Emiliano abrazaba a su abuela y le decía:
—Te quiero mucho, mamá Tere.
No pude más. Entré al cuarto y grité:
—¡Basta! ¡Yo soy su mamá! ¡Nadie más!
El silencio fue absoluto. Emiliano me miró asustado; Doña Teresa se levantó indignada.
—No tienes derecho a hablarme así en mi propia casa— dijo ella.
—Esta es MI casa— respondí temblando—. Y él es MI hijo.
Esa noche Doña Teresa se fue a dormir a casa de su hermana. Rodrigo me acusó de ser cruel e injusta. Emiliano lloró hasta quedarse dormido.
Pasaron días antes de que las cosas se calmaran un poco. Fui a buscar a Doña Teresa para pedirle disculpas; ella aceptó pero dejó claro que nunca olvidaría mis palabras. Rodrigo y yo fuimos a terapia de pareja; aprendimos a comunicarnos mejor, pero las cicatrices quedaron.
Con Emiliano fue más difícil. Una tarde le pregunté si quería hablar conmigo sobre lo que había pasado.
—¿Tú también te vas a ir como abuela?— me preguntó con voz bajita.
Se me partió el alma. Lo abracé fuerte y le prometí que nunca lo dejaría solo. Le expliqué que ser mamá no es sólo estar presente físicamente, sino también amar y cuidar aunque a veces no podamos estar juntos todo el tiempo.
Poco a poco recuperamos nuestra relación. Empecé a organizar mejor mis horarios para pasar más tiempo con él: los sábados son sagrados para nosotros dos; cocinamos juntos, vamos al parque o simplemente vemos películas abrazados en el sillón.
A veces todavía siento celos cuando veo lo unidos que son Emiliano y su abuela. Pero aprendí a ver eso como una bendición y no como una amenaza. Entendí que los niños pueden tener más de una figura materna sin dejar de amarnos como madres.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de cuánto nos exigimos las mujeres latinas: ser exitosas, buenas madres, esposas perfectas… ¿Pero quién nos enseña a perdonarnos cuando fallamos? ¿Quién nos dice que está bien pedir ayuda?
¿Alguna vez han sentido que no son suficientes para sus hijos? ¿Han tenido miedo de perder su lugar en su corazón? Me gustaría saber cómo han enfrentado ustedes estos dilemas.