Cuando Tomás se fue: El día que volví a respirar
—¿Eso es todo lo que tienes para decirme, Tomás? —le pregunté, la voz temblando, mientras él recogía su maleta del armario.
No hubo respuesta. Solo el sonido de la cremallera y el eco de sus pasos en el piso de cerámica. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, y adentro, mi corazón latía con una mezcla de rabia y alivio. Treinta años juntos, dos hijos, una hipoteca que aún no terminamos de pagar, y ahora esto: Tomás se iba con una mujer veinte años menor, una tal Mariana que conoció en la oficina.
No lloré. No grité. Solo me senté en la cama, sintiendo el hueco tibio donde él dormía cada noche. Por primera vez en años, respiré hondo. Me di cuenta de que llevaba mucho tiempo viviendo en apnea, aguantando silencios, cenas frías y miradas perdidas en el celular.
Me llamo Lucía Ramírez. Nací en un barrio popular de Medellín, hija de una costurera y un taxista. Mi mamá siempre decía: “Mija, uno se casa para toda la vida”. Yo le creí. Me casé con Tomás a los veintidós, enamorada y llena de sueños. Al principio todo era sencillo: alquilamos un apartamentico en Belén, compramos muebles usados y nos reíamos de nuestras desgracias. Cuando nació Camila, yo dejé la universidad para cuidar a la niña. Tomás trabajaba doble turno en la empresa de transporte; yo cosía ropa para los vecinos y vendía arepas los fines de semana.
La vida era dura pero teníamos esperanza. Luego llegó Julián y con él las deudas, los problemas y las discusiones por tonterías: que si la plata no alcanza, que si los niños no obedecen, que si estoy cansada. Pero seguíamos juntos, porque así nos enseñaron.
Con los años, Tomás empezó a llegar más tarde a casa. Decía que era por el trabajo, pero yo sabía que algo andaba mal. Las cenas se enfriaban sobre la mesa mientras yo ayudaba a Camila con las tareas y regañaba a Julián por no bañarse. Cuando Tomás llegaba, apenas me saludaba. Se encerraba en el cuarto con el televisor o el celular.
Una noche, hace tres meses, encontré un mensaje en su teléfono: “Te extraño, amorcito”. Mariana. Sentí un frío en el estómago, pero no dije nada. Me quedé callada porque tenía miedo. Miedo a quedarme sola, miedo al qué dirán, miedo a no poder con todo.
Hasta hoy.
—Me voy, Lucía —dijo Tomás sin mirarme a los ojos—. No quiero seguir viviendo así. Con Mariana me siento vivo otra vez.
No supe si reír o llorar. Solo asentí con la cabeza y lo vi salir por la puerta. Cuando escuché el portón cerrarse, me invadió una paz extraña. No era tristeza; era alivio.
Esa noche dormí sola por primera vez en treinta años. Me desperté temprano y preparé café solo para mí. Miré mi reflejo en el espejo: ojeras profundas, cabello encanecido antes de tiempo, arrugas alrededor de los ojos. Pero también vi algo nuevo: determinación.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones y chismes familiares. Mi mamá vino corriendo apenas se enteró:
—¿Cómo vas a dejar que ese hombre te deje así? ¡Tienes que pelear por tu matrimonio!
—No quiero pelear más, mamá —le respondí—. Estoy cansada de luchar sola.
Camila lloró cuando le conté:
—¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Papá ya no nos quiere?
La abracé fuerte:
—Papá tiene derecho a buscar su felicidad. Y nosotras también.
Julián fue más frío:
—Siempre supe que algo andaba mal entre ustedes —dijo encogiéndose de hombros—. Mejor así.
La familia entera opinó: que si Tomás era un desgraciado, que si yo debía rezar para que volviera, que si las mujeres solas están condenadas a la soledad o a la miseria. Pero yo no escuché a nadie. Por primera vez en mi vida, me escuché a mí misma.
Empecé a salir a caminar por las mañanas. Volví a coser para las vecinas y abrí un pequeño taller en la sala de mi casa. Las clientas llegaban con sus historias: una que también fue abandonada por su esposo; otra que nunca se casó pero crió sola a sus hijos; una más que decidió irse antes de que la dejaran.
Una tarde, mientras arreglaba un vestido para la boda de una clienta, Mariana vino a buscarme. Sí, la misma Mariana.
—Lucía —dijo nerviosa—. Yo… yo no quería hacerte daño.
La miré fijamente:
—No me hiciste daño tú —le respondí—. El daño ya estaba hecho desde hace años.
Mariana bajó la mirada y se fue sin decir más. Sentí lástima por ella; aún no sabía lo difícil que es sostener un matrimonio cuando el amor se apaga y solo quedan las rutinas.
Con el tiempo aprendí a disfrutar mi soledad: leer novelas en las noches sin esperar a nadie; ver las telenovelas que me gustan sin pelear por el control remoto; invitar amigas a tomar café sin pedir permiso ni dar explicaciones.
A veces extraño lo que tuvimos Tomás y yo: las risas compartidas, los sueños de juventud, las promesas hechas bajo la lluvia de Medellín. Pero sé que esa Lucía ya no existe; ahora soy otra mujer.
Hoy celebro mi cumpleaños número cincuenta y tres rodeada de mis hijos y amigas. Brindamos por los nuevos comienzos y por las mujeres que aprendemos a respirar después del abandono.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven años enteros esperando que alguien más les devuelva la felicidad? ¿Cuántas veces confundimos costumbre con amor? Yo elegí dejar de esperar y empezar a vivir.
¿Y tú? ¿Te atreverías a empezar de nuevo cuando todo parece perdido?