Cuatro años de silencio: El día que rompí mi propio muro
—¿Otra vez llegas sin nada, Julián? —mi voz tembló, pero no de miedo, sino de cansancio. El reloj marcaba las nueve y media de la noche y la olla de arroz seguía caliente sobre la mesa. Julián dejó caer su mochila en el sofá, suspiró y me miró como si yo fuera la culpable de su agotamiento.
—No empieces, Mariana. El trabajo está difícil, tú sabes cómo está el país —me respondió, sin mirarme a los ojos.
Cuatro años atrás, cuando acepté casarme con él, pensé que el amor era suficiente para sostener cualquier tormenta. Julián tenía 38 y yo apenas 30. Él venía de un divorcio complicado y tenía un hijo, Emiliano, que veía los fines de semana. Yo, criada en una familia tradicional de Medellín, creía que el matrimonio era una promesa sagrada. Pero nadie me advirtió que el sacrificio podía volverse una jaula.
Al principio, todo era esperanza. Yo trabajaba como profesora en una escuela pública y él había prometido buscar algo estable después de mudarse conmigo. Pero los meses pasaron y su búsqueda se volvió cada vez más difusa: «Hoy no me llamaron», «La empresa quebró», «Me ofrecieron algo pero pagan muy poco». Mientras tanto, mi sueldo pagaba la renta, la comida y hasta las cuotas atrasadas del colegio de Emiliano.
Mi mamá me llamaba cada domingo:
—¿Cómo están las cosas, hija?
Yo mentía: —Bien, mamá. Julián está buscando trabajo.
Pero la verdad era otra. Cada vez que veía a Emiliano llegar con su uniforme roto o escuchaba a Julián prometerle juguetes que nunca llegaban, sentía una punzada en el pecho. ¿Era justo cargar con todo?
Las discusiones empezaron a colarse entre nosotros como humedad en las paredes viejas:
—¿Por qué no puedes ayudar aunque sea con los servicios? —le pregunté una noche.
—¿Acaso no ves que hago lo que puedo? ¡No es mi culpa que todo esté tan jodido! —me gritó.
A veces pensaba en dejarlo, pero luego recordaba las palabras de mi abuela: «Uno no abandona a su gente cuando más lo necesita». Y así seguí, tragando mis propias lágrimas mientras veía cómo mis sueños se desvanecían entre cuentas por pagar y promesas incumplidas.
Un día, Emiliano se enfermó. Julián no tenía ni para comprarle un antibiótico. Fui yo quien corrió al hospital, quien pagó la consulta y quien pasó la noche en vela cuidando al niño. Cuando Julián llegó al día siguiente, solo atinó a decir:
—Gracias, Mariana. No sé qué haría sin ti.
Pero sus palabras ya no me consolaban; sentía que me ahogaban.
Mis amigas empezaron a notar mi cansancio:
—Mariana, te ves agotada. ¿Por qué no te das un tiempo para ti?
—No puedo —les respondía—. Si yo no sostengo esto, ¿quién lo hará?
Pero la verdad era que ya no podía más. Mi salud empezó a resentirse: insomnio, dolores de cabeza, ansiedad. Un viernes por la noche, después de otra discusión sobre el dinero, me encerré en el baño y lloré como una niña perdida. Me miré al espejo y apenas reconocí a la mujer ojerosa y triste que me devolvía la mirada.
Esa noche tomé una decisión. Al día siguiente, esperé a que Julián regresara de visitar a Emiliano y lo enfrenté en la sala:
—Julián, tenemos que hablar —mi voz sonó firme por primera vez en mucho tiempo.
Él se sentó frente a mí, nervioso.
—No puedo seguir así —le dije—. No puedo ser tu esposa, tu madre y tu salvavidas al mismo tiempo. Yo también merezco descansar, soñar… vivir.
Él bajó la cabeza. Por primera vez lo vi vulnerable, sin excusas ni rabia.
—Sé que te he fallado —admitió—. Pero tengo miedo… miedo de no poder darte lo que mereces.
Sentí compasión por él, pero también por mí misma. Había dado todo y había olvidado quién era antes de este matrimonio.
—No te pido riquezas ni lujos —le dije—. Solo quiero sentir que somos un equipo… que luchamos juntos.
Esa noche no dormimos juntos. Julián se quedó en el sofá y yo en nuestra cama vacía. Al amanecer, escuché el ruido de la cafetera y lo vi preparando desayuno por primera vez en meses.
—Voy a buscar trabajo hoy mismo —me dijo sin mirarme.
No sé si esta vez será diferente. No sé si mi matrimonio sobrevivirá a tanto silencio acumulado. Pero por primera vez en años sentí alivio… porque finalmente hablé.
Hoy escribo esto para quienes sienten que su voz no importa o que deben cargar con todo por amor o costumbre. ¿Cuántas veces nos callamos para evitar conflictos? ¿Cuántas veces olvidamos nuestros propios sueños por sostener los de otros? ¿Vale la pena perderse a uno mismo por miedo a estar solo?
Quizás hoy no tenga todas las respuestas… pero al menos recuperé mi voz.