De la pasión por la comida a la lucha por sobrevivir: Cuando el amor nos llevó al límite

—¡No puedes seguir así, Lucía!— gritó mi madre desde la cocina, mientras yo, con las manos temblorosas, abría el tercer paquete de galletas del día. El olor dulce me envolvía, y aunque sabía que me hacía daño, no podía detenerme. Camilo, sentado en el sofá, evitaba mi mirada. Él tampoco estaba mejor: su plato rebosaba de empanadas y arepas, y masticaba con una ansiedad que me resultaba dolorosamente familiar.

Nunca imaginé que el amor por la comida, ese lazo que nos unió desde el primer día en la universidad de Medellín, se convertiría en nuestra condena. Nos conocimos en una feria gastronómica; él preparaba arepas rellenas de queso costeño y yo vendía postres de tres leches. Entre risas y bocados, nos enamoramos. Cocinar juntos era nuestro ritual, nuestra forma de celebrar y también de consolar las penas. Pero lo que empezó como pasión se transformó en dependencia.

Al principio, nadie lo notó. «¡Qué pareja tan feliz! Siempre juntos, siempre comiendo rico», decían los amigos. Pero cuando las reuniones familiares se convirtieron en excusas para atracones, y las noches terminaban con nosotros llorando frente a la nevera, supe que algo iba mal.

—¿No crees que deberíamos parar?— le pregunté una noche a Camilo, mientras recogía los restos de una cena para cuatro que habíamos devorado entre los dos.

Él me miró con ojos cansados.—¿Y si no podemos?—

La pregunta quedó flotando en el aire como un presagio. Empezamos a evitar a la gente. Mi mamá dejó de visitarnos porque decía que la casa olía a manteca y tristeza. Mi hermana menor me mandaba mensajes preocupados: «Lu, ¿estás bien? Te extraño». Pero yo solo quería desaparecer entre sabores y texturas, anestesiando el dolor con cada bocado.

La situación empeoró cuando Camilo perdió su trabajo en una panadería del centro. El estrés lo llevó a comer aún más. Yo también estaba desempleada; la pandemia había cerrado mi pequeño negocio de postres. Nos quedamos solos, sin dinero y con una nevera llena de carbohidratos baratos.

Una tarde, después de un atracón especialmente brutal, sentí un dolor agudo en el pecho. Me desplomé en el suelo de la cocina. Camilo corrió hacia mí, pálido como un fantasma.

—¡Lucía! ¡Respira!—

Desperté en el hospital rodeada de máquinas y el rostro angustiado de mi madre. El médico fue directo:

—Señora Lucía, usted tiene prediabetes y su corazón está bajo mucho estrés. Si no cambia su estilo de vida, podría ser fatal.

Sentí que el mundo se desmoronaba. Vi a Camilo llorar por primera vez desde que lo conocí. Esa noche, solos en la habitación del hospital, hablamos como nunca antes.

—¿En qué momento dejamos que esto nos destruyera?— susurró él.

No tenía respuesta. Solo lágrimas y miedo.

El regreso a casa fue un infierno. La abstinencia era real: sudores fríos, temblores, insomnio. Mi madre se mudó con nosotros para ayudarnos a limpiar la despensa y cocinar comidas saludables. Camilo se resistía al principio; gritaba, rompía platos, lloraba como un niño pequeño.

—¡No entienden! ¡La comida es lo único que me queda!—

Pero poco a poco, con terapia y apoyo familiar, empezamos a reconstruirnos. Descubrimos que nuestra adicción era solo la punta del iceberg: debajo había soledad, ansiedad y heridas de infancia nunca sanadas. La psicóloga nos enseñó a hablar sin juzgarnos, a pedir ayuda sin vergüenza.

Un día, mi hermana vino a visitarnos con su hijo pequeño. Trajo frutas frescas y jugo natural. Nos sentamos todos juntos en el patio y reímos como hacía años no lo hacíamos.

—Mira tía Lucía, ahora tienes más color en las mejillas— dijo mi sobrino mientras me abrazaba.

Sentí esperanza por primera vez en mucho tiempo.

Camilo consiguió trabajo en una fundación que enseña cocina saludable en barrios vulnerables. Yo retomé mis estudios y abrí un canal de YouTube para compartir recetas sencillas y sanas. No fue fácil; cada día es una batalla contra viejos hábitos y tentaciones. Pero ahora sabemos que no estamos solos.

A veces me pregunto: ¿Cuántas familias en Colombia o en toda Latinoamérica viven atrapadas en este círculo vicioso? ¿Cuántos usan la comida para llenar vacíos que nadie ve? Si mi historia puede ayudar a alguien a buscar ayuda antes de tocar fondo, entonces todo este dolor habrá valido la pena.

¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que tu mayor pasión puede convertirse en tu peor enemigo? ¿Qué harías si tu vida dependiera de cambiarlo todo?