¿Debería perdonar a Martín, que volvió arrepentido?
—¿Por qué volviste, Martín? —le pregunté sin mirarlo a los ojos, apretando la taza de café como si pudiera exprimirle respuestas.
La cocina olía a pan recién horneado, pero el aire era denso, casi irrespirable. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, y cada gota parecía marcar el ritmo de mi corazón acelerado. Martín estaba ahí, sentado en la misma silla donde solía leer el periódico cada mañana antes de que todo se derrumbara.
—No supe lo que tenía hasta que lo perdí, Lucía —dijo él, con la voz quebrada. Sus manos temblaban. No era el hombre seguro que conocí hace veinte años en la universidad de San Salvador, cuando soñábamos con cambiar el mundo y tener una familia.
Quince años juntos. Tres hijos. Una casa construida con esfuerzo en las afueras de la ciudad. Y un día, todo se vino abajo. Una llamada anónima, una foto en el celular de mi hermana, y la verdad: Martín tenía otra mujer. Más joven, más bonita, menos cansada de la vida. Me dejó con una nota en la mesa y una cuenta bancaria vacía.
Los primeros meses fueron un infierno. Mi mamá me decía: “Mija, los hombres son así. Aguanta por tus hijos”. Pero yo no podía. No después de tantas mentiras. No después de ver a mis hijos llorar preguntando por su papá.
—No sé si puedo perdonarte —le dije ahora, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.
Martín bajó la cabeza. —He cambiado, Lucía. Me equivoqué. Ella me dejó cuando se cansó de mí. Perdí todo: mi trabajo, mi dignidad… hasta a mis hijos. Solo quiero una oportunidad para demostrarte que puedo ser mejor.
Me reí, amarga. —¿Y ahora sí te das cuenta? ¿Ahora que estás solo y sin nada?
Él asintió en silencio. Afuera, la lluvia seguía cayendo y yo recordaba las noches en que no podía dormir pensando si él estaría abrazando a otra mujer mientras yo luchaba por pagar la luz y el colegio de los niños.
Mi hija mayor, Camila, entró a la cocina con su uniforme del colegio público. Me miró con esos ojos grandes que heredó de su padre.
—¿Otra vez aquí? —le dijo a Martín con frialdad—. ¿No tienes vergüenza?
Martín intentó sonreírle, pero ella salió dando un portazo.
—No es fácil para ellos —le dije—. No puedes esperar que te reciban con los brazos abiertos después de todo lo que hiciste.
Él asintió otra vez. Me contó cómo había perdido su empleo en la empresa de construcción cuando lo descubrieron robando materiales para pagar sus deudas. Cómo la otra mujer lo echó cuando se quedó sin dinero. Cómo había dormido en un cuarto alquilado en Soyapango, rodeado de ruidos y soledad.
—Pensé en quitarme la vida —susurró—. Pero entonces vi una foto tuya con los niños en Facebook y sentí que todavía tenía algo por qué luchar.
No supe qué decirle. Parte de mí quería abrazarlo y decirle que todo estaría bien. Pero otra parte… esa parte herida y cansada… quería gritarle que se fuera para siempre.
Esa noche no dormí. Escuché a mis hijos discutir en sus cuartos. Camila lloraba; el menor, Diego, preguntaba si su papá se quedaría esta vez o si volvería a desaparecer como siempre.
Al día siguiente, mi hermana Sandra vino a visitarme. Ella nunca soportó a Martín después de lo que pasó.
—¿Vas a dejar que vuelva? —me preguntó mientras lavábamos los platos juntas—. ¿Después de todo lo que te hizo?
—No sé qué hacer —le confesé—. Estoy cansada de estar sola… pero también tengo miedo de volver a sufrir.
Sandra me abrazó fuerte. —Haz lo que te haga feliz a ti, no lo que diga la gente ni lo que esperen los niños. Ellos también tienen derecho a sanar.
Esa tarde salí a caminar bajo la lluvia fina del invierno salvadoreño. Pensé en todas las mujeres que conocía: mi vecina Rosa, que aguantó golpes por miedo al qué dirán; mi prima Verónica, que crió sola a sus hijos y nunca volvió a confiar en nadie; mi madre, resignada a un matrimonio sin amor por no quedarse sola.
¿Era yo diferente? ¿Tenía derecho a buscar mi propia felicidad?
Martín empezó a ayudar en casa: arregló el techo que goteaba, llevó a los niños al colegio, cocinó pupusas los domingos. Pero cada gesto suyo me recordaba el pasado: las mentiras, las ausencias, las noches frías.
Un día lo encontré llorando en el patio trasero.
—No sé cómo reparar lo que rompí —me dijo—. Solo quiero intentarlo.
Me senté junto a él y miré el cielo gris. Sentí ganas de llorar también.
—No sé si puedo perdonarte —le dije—. Pero tampoco sé si puedo seguir viviendo con este rencor.
Los días pasaron y la tensión en casa era palpable. Los niños estaban confundidos; mis amigas me decían que era una tonta si le daba otra oportunidad; mi madre rezaba para que todo volviera a ser como antes.
Una noche, mientras cenábamos frijoles y queso fresco, Camila rompió el silencio:
—Mamá… ¿tú eres feliz?
La pregunta me golpeó como un balde de agua fría. Miré a Martín, luego a mis hijos… y no supe qué responder.
Hoy escribo esto sin tener aún todas las respuestas. Martín sigue aquí, intentando reconstruir lo que destruyó. Yo sigo luchando entre el amor y el miedo, entre el deseo de perdonar y el temor de volver a sufrir.
¿Vale la pena arriesgarlo todo por una segunda oportunidad? ¿O es mejor aprender a vivir sola y buscar mi propia felicidad?
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en Latinoamérica están viviendo esta misma historia? ¿Qué harían ustedes en mi lugar?