Después de la boda, descubrí que mi esposo solo escuchaba a su mamá: Lamento haberme dejado controlar tanto tiempo

—¿Por qué no le pusiste más sal al arroz, Mariana? —La voz de doña Carmen retumbó en la cocina, mientras yo intentaba no dejar caer la cuchara de los nervios.

Alejandro, mi esposo, ni siquiera levantó la vista del celular. Yo sentí cómo se me apretaba el pecho. Llevábamos apenas tres semanas viviendo en la casa de su mamá, en Iztapalapa, y ya sentía que cada día era una prueba que no lograba pasar.

—Perdón, doña Carmen. Mañana lo haré mejor —respondí, tragándome el orgullo y las lágrimas.

—Eso espero. Aquí nos gusta la comida bien hecha —dijo ella, con esa sonrisa que nunca llegaba a los ojos.

Cuando Alejandro y yo nos casamos, pensé que por fin había encontrado a alguien con quien construir una vida lejos de los gritos y carencias de mi infancia. Tenía mi propio departamento, pequeño pero mío, cerca del metro Ermita. Pero él insistió en que lo mejor era vivir con su mamá «mientras ahorrábamos». Yo cedí, pensando que era una solución temporal. Qué ingenua fui.

La primera noche en esa casa sentí que algo se rompía dentro de mí. Doña Carmen tenía reglas para todo: la hora de la comida, cómo tender la cama, hasta cómo debía hablarle a Alejandro. Él nunca me defendía. Si yo intentaba decir algo, él solo decía:

—Es que así es mi mamá, Mariana. No te lo tomes personal.

Pero sí era personal. Cada día me sentía más invisible. Si quería salir a ver a mi hermana Lucía, tenía que pedir permiso como si fuera una niña. Una vez, cuando llegué tarde porque el microbús se quedó parado en el tráfico, doña Carmen me recibió en la puerta con los brazos cruzados.

—Aquí respetamos los horarios —me dijo—. No quiero que andes en la calle como cualquiera.

Alejandro solo asintió detrás de ella. Yo sentí que me ahogaba.

Empecé a perderme poco a poco. Dejé de ver a mis amigas porque siempre había un pretexto para que no saliera: «Hoy hay que limpiar el patio», «Tu cuñado viene a cenar», «Alejandro necesita que le planches la camisa». Mi mamá me llamaba y yo le mentía:

—Todo bien, ma. Solo estamos ocupados.

Pero no estaba bien. Me miraba al espejo y ya no reconocía a la mujer alegre y soñadora que fui alguna vez. Me convertí en una sombra, siempre intentando complacer a doña Carmen y esperando una palabra amable de Alejandro que nunca llegaba.

Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a doña Carmen hablando por teléfono en la sala:

—No sé qué vio Alejandro en esa muchacha. No sabe ni cocinar bien. Pero aquí mando yo.

Sentí un nudo en la garganta. Esa noche le pedí a Alejandro que habláramos.

—¿Por qué nunca me defiendes? ¿Por qué siempre haces lo que tu mamá dice? —le pregunté, con la voz temblorosa.

Él suspiró y se encogió de hombros.

—Es mi mamá, Mariana. Ella nos está ayudando. No quiero problemas.

—¿Y yo? ¿No importo yo? —le grité sin poder contenerme.

Él solo salió del cuarto y me dejó sola con mi llanto.

Los días pasaron y la situación empeoró. Doña Carmen empezó a revisar mis cosas, a criticar mi ropa, incluso a decirme cómo debía peinarme para «no dar vergüenza». Una mañana encontré mis cuadernos de dibujo en la basura.

—Eso es pura pérdida de tiempo —me dijo—. Aquí hay cosas más importantes que hacer.

Esa noche llamé a Lucía llorando.

—No puedo más —le dije—. Siento que me estoy volviendo loca aquí adentro.

Ella me escuchó en silencio y luego me dijo algo que nunca olvidaré:

—Mariana, nadie va a luchar por ti si tú no lo haces primero.

Esa frase me dio fuerzas. Empecé a recordar quién era antes de todo esto: una mujer valiente, capaz de vivir sola en una ciudad tan dura como esta, capaz de soñar y de reírse fuerte sin miedo al qué dirán.

Un sábado por la mañana, mientras doña Carmen daba órdenes desde el comedor y Alejandro veía el fútbol sin prestarme atención, tomé una decisión. Fui al cuarto y empecé a meter mis cosas en una maleta vieja. Cuando Alejandro me vio empacando, se levantó sorprendido.

—¿Qué haces?

—Me voy —le dije sin temblar—. No puedo seguir viviendo así.

Él se quedó callado unos segundos y luego murmuró:

—¿Y si mi mamá se enoja?

Esa fue la gota que derramó el vaso. Lo miré directo a los ojos:

—Ya no me importa si tu mamá se enoja. Me importa lo que yo siento, lo que yo necesito. Y necesito recuperar mi vida.

Salí de esa casa con el corazón hecho pedazos pero sintiéndome más libre que nunca. Volví a mi departamento y lloré toda la noche, pero eran lágrimas de alivio. Poco a poco fui reconstruyendo mi vida: volví a dibujar, a ver a mis amigas, a reírme fuerte sin miedo.

Hoy miro atrás y me duele haber permitido tanto control sobre mí misma por miedo a estar sola o a decepcionar a otros. Pero aprendí que nadie tiene derecho a decidir por mí ni a apagar mi voz.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más estarán viviendo lo mismo en silencio? ¿Cuándo aprenderemos a poner límites y luchar por nuestra dignidad antes de perderla por completo?