El Amor Ciego de Mariana por Julián: La Advertencia de Mamá que Nunca Escuché
—Mariana, ¿de verdad crees que ese muchacho te quiere?— La voz de mi mamá retumbó en la cocina, mientras yo, con el corazón acelerado, trataba de no mirarla a los ojos. El aroma del café recién hecho no lograba suavizar la tensión que llenaba el aire. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en Guadalajara, como si quisiera advertirme también.
—Mamá, por favor… No empieces otra vez. Julián es diferente— respondí, apretando la taza entre mis manos como si pudiera protegerme de sus palabras.
Ella suspiró, cansada. —Tú no lo conoces como yo. Yo ya he visto hombres así. Sólo te busca por tu departamento, Mariana. No seas ingenua.
Pero yo ya estaba perdida. Había conocido a Julián en una cafetería del centro, mientras esperaba a una amiga que nunca llegó. Él se sentó a mi lado, con esa sonrisa fácil y los ojos llenos de promesas. Me preguntó si podía acompañarme y, antes de darme cuenta, estábamos hablando de todo: de música, de sueños, de lo difícil que es salir adelante en este país cuando no tienes nada más que ganas.
Nunca fui la más bonita del barrio. Mi mamá siempre intentó presentarme con hijos de amigas suyas: abogados, ingenieros, hasta un contador que apenas hablaba. Pero yo quería algo más. Quería sentir mariposas en el estómago, como en las novelas que veía con mi abuela.
Julián era todo eso y más. Me hacía reír, me escuchaba y me hacía sentir vista. Cuando le conté que había heredado el departamento de mi tía abuela en la colonia Americana, sus ojos brillaron apenas un segundo. Yo lo noté, pero preferí pensar que era por mí.
—¿Y si nos vamos a vivir juntos?— me propuso una noche después de unos tacos al pastor en la esquina.
—¿Tan rápido?— pregunté, nerviosa pero emocionada.
—La vida es corta, Mariana. No quiero perder ni un día más lejos de ti.
Así empezó todo. Mi mamá me rogó que fuera despacio, que pensara bien las cosas. Pero yo tenía 28 años y sentía que por fin alguien me elegía a mí.
Al principio todo fue perfecto. Julián cocinaba conmigo, me llenaba de besos y promesas. Pero pronto empezaron los pequeños cambios: llegaba tarde sin avisar, gastaba dinero que no teníamos y traía amigos a la casa sin consultarme.
Una tarde encontré a mi mamá esperándome afuera del edificio. Tenía los ojos rojos y las manos temblorosas.
—Hija, por favor… No quiero verte sufrir— me dijo, abrazándome fuerte.
—Estoy bien, mamá. Julián sólo está pasando por un mal momento— mentí, aunque ya sentía el peso de la soledad incluso cuando él estaba a mi lado.
Las discusiones se volvieron rutina. Julián se molestaba si le preguntaba por su trabajo o si le pedía ayuda con los gastos del departamento.
—¿Por qué siempre tienes que estar encima de mí?— gritó una noche, tirando las llaves sobre la mesa.
—Sólo quiero que esto funcione…— susurré, sintiéndome cada vez más pequeña.
Un día llegué temprano del trabajo y lo encontré revisando mis papeles del departamento. Cuando me vio, sonrió nervioso.
—Estaba buscando el recibo del gas…
No dije nada. Pero esa noche no pude dormir. Recordé todas las advertencias de mi mamá, todas las veces que me dijo que el amor no debe doler ni hacerte dudar de ti misma.
La gota que derramó el vaso fue cuando descubrí que Julián había pedido dinero prestado a mi nombre sin decírmelo. Mi mundo se vino abajo. Lloré durante horas en el baño mientras él golpeaba la puerta pidiéndome perdón.
—Te juro que lo hice por nosotros… No quería preocuparte— suplicó.
Pero ya era tarde. Llamé a mi mamá y le pedí que viniera por mí. Me sentí derrotada, avergonzada por no haberla escuchado antes.
Esa noche dormí en mi antigua habitación, rodeada de los peluches y fotos de mi adolescencia. Mi mamá me acarició el cabello como cuando era niña y me dijo:
—El amor verdadero no te hace sentir menos ni te quita lo que eres. Algún día lo vas a entender.
Pasaron semanas antes de atreverme a regresar al departamento. Julián se había ido llevándose algunas cosas mías y dejando una nota: «Perdóname por no ser el hombre que merecías».
Me costó mucho reconstruirme. Sentía rabia conmigo misma por haber ignorado todas las señales, por haber preferido un sueño antes que la realidad. Pero también aprendí a perdonarme y a escuchar más a quienes me quieren bien.
Hoy miro atrás y entiendo que a veces el corazón necesita romperse para aprender a latir con más fuerza. Mi mamá tenía razón: hay amores que sólo llegan para enseñarnos lo que no queremos volver a vivir.
¿Ustedes han ignorado alguna vez una advertencia por amor? ¿Cuántas veces necesitamos tropezar antes de aprender a cuidarnos primero?