El día que mi mundo se quebró: la traición de Adán

—¿Por qué no me lo dijiste tú, Adán? ¿Por qué tuvo que ser ella la que me mirara a los ojos y me dijera la verdad?—. Mi voz temblaba, pero no de miedo, sino de una rabia tan profunda que sentía cómo me quemaba por dentro.

Adán bajó la mirada, incapaz de sostener mi dolor. Yo, Lucía, la mujer que compartió con él casi treinta años de vida, la madre de sus hijos, la compañera de sus sueños y desvelos. ¿Cómo era posible que todo se derrumbara así, de golpe, en una tarde cualquiera de junio?

No sospeché nada. De verdad. Nuestra rutina era la de cualquier pareja en Monterrey: café por las mañanas, mensajes rápidos al mediodía, cenas sencillas mientras veíamos las noticias. Los hijos ya casi independientes, el crédito de la casa a punto de terminarse, y nosotros hablando de viajar a Chiapas o tal vez a Perú cuando llegara la jubilación. Soñábamos con vivir para nosotros después de tantos años dedicados a los demás.

Pero esa tarde, cuando llegué temprano del trabajo porque mi jefe me dejó salir antes, encontré a Adán sentado en la sala, con el rostro pálido y las manos sudorosas. No estaba solo. A su lado estaba Mariana, su compañera del banco. Mariana, la que siempre me saludaba con una sonrisa amplia en las fiestas navideñas de la empresa.

—Lucía, tenemos que hablar— dijo Mariana, con una voz tan firme que me desconcertó.

Adán no dijo nada. Ni una palabra. Solo miraba el suelo como un niño atrapado en una travesura. Fue Mariana quien me contó todo: que llevaban meses viéndose a escondidas, que ella no podía más con la culpa y que merecía saber la verdad.

Sentí que el aire se volvía pesado. Quise gritar, llorar, correr… pero solo pude quedarme ahí, petrificada. ¿Cómo era posible? ¿Por qué Mariana tuvo el valor de decírmelo y no Adán? ¿Por qué él no fue capaz de enfrentarme?

—Perdóname, Lucía— murmuró Mariana antes de irse. No sé si fue valentía o cobardía lo suyo. Lo único que sé es que en ese momento mi mundo se quebró.

Esa noche no dormí. Me senté en la cama mirando las fotos familiares: los cumpleaños de los niños, las vacaciones en Veracruz, las navidades apretados en la mesa del comedor. ¿Todo eso era mentira? ¿En qué momento dejamos de ser nosotros?

Los días siguientes fueron un infierno. Adán intentó explicarse:

—No fue planeado… Yo tampoco sé cómo pasó… Me sentí solo…

—¿Solo?— le grité —¿Solo cuando tienes una familia entera a tu lado? ¿Solo cuando yo he estado aquí siempre?

Las palabras salían como cuchillos. Mis hijos, ya adultos, se enteraron pronto. Sofía vino a verme llorando:

—Mamá, ¿qué vas a hacer?—

No tenía respuesta. ¿Qué hace una mujer de 55 años cuando su vida se desmorona? ¿Empieza de nuevo? ¿Perdona? ¿Se resigna?

Mi madre vino desde Saltillo para acompañarme. Me preparó café y me abrazó como cuando era niña.

—Hija, los hombres a veces son cobardes. Pero tú eres fuerte. No te olvides de quién eres— me dijo.

Pero yo sí me había olvidado. Me había perdido entre los hijos, el trabajo y las cuentas por pagar. Había dejado de ser Lucía para convertirme solo en mamá y esposa.

La familia empezó a dividirse: mi suegra defendía a Adán (“los hombres son así”), mientras mis hermanas querían que lo echara de la casa (“no te mereces esto”). Las amigas del barrio venían con chismes y consejos no pedidos:

—Yo que tú le sacaba todo el dinero y lo dejaba sin nada.
—Perdónalo, Lucía. A tu edad es difícil empezar sola.

Pero nadie podía decidir por mí.

Una tarde, mientras lavaba los platos, recordé algo que Mariana me dijo antes de irse:

—No fue tu culpa. Él me buscó porque no sabía cómo hablar contigo.

¿Era cierto? ¿Nos habíamos distanciado tanto? Empecé a revisar nuestra historia: las veces que preferimos callar antes que discutir; los sueños postergados; las caricias que se volvieron rutina; las palabras no dichas por miedo a herirnos.

Adán intentó quedarse en casa:

—Dame tiempo para arreglar esto…

Pero yo necesitaba espacio. Le pedí que se fuera unos días con su hermano. Lloró como nunca lo había visto llorar.

—Te amo, Lucía… No quiero perderte…

Pero el amor no basta cuando la confianza se rompe.

Pasaron semanas. Empecé terapia psicológica en el centro comunitario del barrio. Ahí conocí a otras mujeres con historias parecidas: infidelidades, abandonos, silencios largos como inviernos eternos. Nos reíamos entre lágrimas y nos dábamos fuerza unas a otras.

Un día decidí salir sola al parque Fundidora. Caminé despacio entre los árboles y sentí el sol en la cara como si fuera la primera vez en años. Compré un helado y me senté a ver a los niños jugar. Por primera vez en mucho tiempo sentí paz.

Adán volvió a buscarme:

—¿Podemos intentarlo otra vez?—

No supe qué responderle. El dolor seguía ahí, pero también una nueva fuerza dentro de mí.

Hoy escribo esto sin saber qué pasará mañana. Tal vez lo perdone, tal vez no. Pero sé que ya no soy la misma Lucía sumisa y callada de antes.

¿Vale la pena reconstruir algo roto o es mejor empezar desde cero? ¿Cuántas mujeres han pasado por esto y han callado por miedo o costumbre? Yo ya no quiero callar más.