El día que mi mundo se quebró: una llamada que lo cambió todo

—¿Aló? —contesté, con las manos aún mojadas y el corazón acelerado por el timbre inesperado del teléfono.

—¿La señora Mariana Torres? —preguntó una voz femenina, joven, con un acento que no logré ubicar de inmediato, pero que sonaba a alguien que no era de aquí, de mi barrio en Medellín.

—Sí, soy yo. ¿Quién habla?

—Por favor, no cuelgue. Esto es importante. Tengo un hijo con su esposo.

Por un segundo, el mundo se detuvo. El agua seguía corriendo en el fregadero, pero yo ya no estaba ahí. Mi mente se fue a mil lugares: ¿Era una broma? ¿Una extorsión? ¿Un error? Pero la voz al otro lado no titubeaba. Sentí un frío recorrerme la espalda, como si alguien hubiera abierto la ventana en plena madrugada.

—¿De qué está hablando? —logré decir, aunque mi voz temblaba.

—No quiero problemas. Solo necesitaba que usted lo supiera. Su esposo, Andrés, es el papá de mi hijo. No busco dinero ni escándalos. Solo… ya no podía callarlo más.

Colgué sin saber cómo. El teléfono cayó al suelo y yo me quedé mirando mis manos, como si fueran de otra persona. Andrés llegó esa noche oliendo a cigarrillo y cansancio, como siempre. Lo miré y sentí rabia, miedo y una tristeza tan profunda que me dolió el pecho.

—¿Qué te pasa, Mariana? —preguntó, dejando su maletín en la mesa.

—¿Quién es Camila? —le solté de golpe, sin rodeos.

Vi cómo se le borraba la expresión de la cara. Se quedó quieto, como si lo hubieran congelado en el tiempo. No dijo nada. No podía decir nada.

—¿Tienes un hijo con ella? —insistí, la voz quebrada.

Andrés bajó la cabeza. No hacía falta que respondiera. Lo supe en ese instante: todo era verdad. Mi vida, mi matrimonio de quince años, mis hijos adolescentes jugando en el cuarto de al lado… todo era una mentira.

Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la sala, mirando las luces de los carros pasar por la ventana. Pensé en mi mamá, en cómo siempre me decía que los hombres son así, que uno debe aguantar por los hijos, por la familia. Pero yo sentía que me ahogaba.

Al día siguiente, la noticia ya era un secreto a voces en el barrio. Mi vecina Rosa vino con su típico café y su mirada curiosa:

—Ay, Marianita… dicen que Andrés tiene otro hijo por ahí. ¿Será cierto?

No respondí. Solo lloré. Rosa me abrazó y me dijo que fuera fuerte, que pensara en mis hijos. Pero yo solo pensaba en mí misma: ¿Qué hice mal? ¿Por qué no me di cuenta antes?

Andrés intentó explicarse:

—Fue un error, Mariana… Yo te amo a ti y a nuestros hijos. No significa nada con ella.

—¿Nada? ¡Tienes un hijo! Eso no es nada…

Las discusiones se volvieron rutina. Mis hijos empezaron a notar el ambiente tenso en casa. Mi hija menor me preguntó una noche:

—Mamá, ¿te vas a separar de papá?

No supe qué responderle. En Colombia, separarse todavía es un escándalo; la familia es sagrada, dicen todos. Pero yo sentía que ya no podía más.

Un domingo fui a misa y recé como nunca antes. Le pedí a Dios una señal, una respuesta. Al salir, encontré a Camila esperándome afuera de la iglesia. Era joven, bonita y tenía una tristeza en los ojos que reconocí al instante.

—Perdóneme —me dijo—. Yo no quería destruir su familia.

La miré y sentí compasión y rabia al mismo tiempo.

—¿Por qué ahora? —le pregunté.

—Porque mi hijo merece saber quién es su padre… y usted merece saber la verdad.

Nos quedamos en silencio largo rato. Luego ella se fue y yo me quedé ahí parada, sintiendo que todo lo que había construido se desmoronaba.

Pasaron semanas de incertidumbre. Mis suegros vinieron a hablar conmigo:

—Mariana, todos cometemos errores —dijo doña Gloria—. Piensa en tus hijos…

Pero nadie pensaba en mí. Nadie preguntó cómo me sentía yo.

Una noche empaqué una maleta pequeña y me fui a casa de mi hermana en Envigado. Andrés lloró como nunca lo había visto llorar.

—No me dejes —me suplicó—. Somos una familia…

Pero yo necesitaba encontrarme a mí misma antes de decidir si podía perdonarlo o no.

En casa de mi hermana sentí paz por primera vez en meses. Hablamos hasta la madrugada sobre la vida, los hombres y las decisiones difíciles que nos tocan como mujeres latinas.

—No tienes que aguantar solo porque así lo dice la gente —me dijo Lucía—. Mereces ser feliz.

Hoy han pasado seis meses desde aquella llamada. Andrés sigue buscándome; mis hijos van y vienen entre las dos casas; Camila me escribió una carta pidiéndome perdón otra vez. Yo sigo sin saber si algún día podré perdonar del todo o si este dolor será parte de mí para siempre.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven callando dolores así por miedo al qué dirán? ¿Cuántas veces sacrificamos nuestra felicidad por mantener una apariencia?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o empezarían de nuevo?