El día que parí sola: una lección de fuerza para mi esposo

—¿De verdad vas a gritar así? Hay mujeres que ni se quejan tanto —me dijo Julián, con los brazos cruzados y la cara llena de fastidio, mientras yo sentía cómo una ola de dolor me partía en dos. Estaba en la sala de partos del hospital público de San Miguel, sudando frío, con las luces blancas clavándose en mis ojos y la bata pegajosa por el sudor. La enfermera me miró con lástima, pero no dijo nada. Yo solo quería que alguien me abrazara, que me dijeran que todo iba a estar bien. Pero Julián, mi esposo, el hombre con el que había soñado formar una familia, solo estaba ahí para juzgarme.

No era la primera vez que me hacía sentir menos. Desde que quedé embarazada, Julián había cambiado. Antes era cariñoso y atento, pero cuando supo que iba a ser papá, algo en él se endureció. Empezó a decirme que estaba gorda, que me movía lento, que exageraba con los antojos. Yo trataba de ignorarlo porque pensaba que era el estrés, la presión de la vida en Lima, el miedo a no llegar a fin de mes. Pero ese día, en la sala de partos, sentí que ya no podía más.

—¡Cállate, por favor! —le grité entre lágrimas—. Si no vas a ayudarme, mejor salte.

Él se quedó helado. No estaba acostumbrado a que le levantara la voz. Pero yo tampoco estaba acostumbrada a sentirme tan sola con alguien tan cerca. La enfermera aprovechó para acercarse y me tomó la mano.

—Tranquila, Lucía. Respira profundo. Tú puedes —me susurró.

En ese momento recordé a mi mamá, allá en Huancayo, diciéndome cuando era niña: “Las mujeres de esta familia somos fuertes como la tierra”. Me aferré a esas palabras y apreté los dientes. Sentí otra contracción y pensé en todas las veces que había aguantado el dolor en silencio: cuando papá se fue de casa, cuando tuve que dejar la universidad para trabajar en el mercado, cuando Julián perdió su empleo y yo cargué sola con los gastos.

Pero esto era diferente. Aquí estaba trayendo una vida al mundo y el hombre que debía apoyarme solo sabía criticarme.

—¿Por qué no puedes ser como la esposa de Miguel? Ella tuvo cesárea y ni se quejó —insistió Julián desde la esquina.

La rabia me dio fuerzas. Lo miré directo a los ojos y le dije:

—¿Sabes qué? Si tanto te molesta verme así, vete. Yo puedo sola.

Julián bufó y salió dando un portazo. Sentí un vacío en el pecho, pero también una extraña paz. Por primera vez en meses, tenía espacio para respirar.

Las horas siguientes fueron un infierno. Las contracciones venían una tras otra y yo sentía que me partía en dos. Pero cada vez que pensaba en rendirme, recordaba las palabras de mi mamá y las miradas de las otras mujeres en la sala: todas luchando solas o acompañadas por hombres ausentes o indiferentes.

La enfermera me trajo agua y me acarició el cabello.

—Eres valiente, Lucía. No necesitas a nadie para demostrarlo —me dijo.

Lloré en silencio mientras sentía cómo mi cuerpo se preparaba para lo inevitable. Cuando llegó el momento de pujar, sentí miedo, pero también una fuerza nueva. Grité con todo lo que tenía dentro: rabia, dolor, amor por mi hijo y por mí misma.

El llanto del bebé llenó la sala y sentí que el mundo se detenía. Era un niño hermoso, con los ojos grandes como los de mi abuela. Lo pusieron sobre mi pecho y lloré de alegría y alivio.

Julián entró después, con cara de arrepentido. Se acercó despacio y me miró como si no supiera quién era yo.

—Perdón… No sabía que era tan difícil —murmuró.

Lo miré sin decir nada. En ese momento entendí que no necesitaba su aprobación ni su compasión. Había hecho lo más difícil sola y había salido más fuerte.

Los días siguientes fueron duros. Julián trató de ayudarme con el bebé, pero yo ya no era la misma. Empecé a poner límites: si iba a estar conmigo, tenía que respetarme; si no, prefería criar a mi hijo sola antes que seguir soportando críticas y desprecios.

Mi suegra vino a visitarnos y al ver cómo trataba Julián de acercarse a mí sin saber cómo hacerlo, me tomó aparte:

—Hija, los hombres a veces no entienden lo que es ser mujer… pero tú le has dado una lección —me dijo con una sonrisa triste.

No sé si Julián cambió del todo después de eso. A veces recaía en sus viejas costumbres, pero yo ya no era la Lucía sumisa de antes. Aprendí a defenderme y a exigir respeto. Empecé a hablar con otras mujeres del barrio sobre nuestras experiencias y juntas formamos un grupo de apoyo para madres primerizas.

Ahora miro a mi hijo dormir y pienso en todo lo que tuve que pasar para traerlo al mundo. Me pregunto cuántas mujeres más han tenido que parir solas aunque estén rodeadas de gente. ¿Por qué nos cuesta tanto reconocer la fuerza de una madre? ¿Cuándo aprenderán los hombres a respetar nuestro dolor y nuestro coraje?

Quizás nunca tenga todas las respuestas, pero sé que ese día en la sala de partos descubrí algo irrompible dentro de mí.

¿Y tú? ¿Alguna vez tuviste que demostrar tu fuerza cuando nadie creía en ti? ¿Cuántas veces más tendremos que hacerlo hasta que nos escuchen?