El Ocaso de un Amor: Divorcio a los 65 y un Nuevo Comienzo

—¿De verdad vas a dejarme ahora, Ernesto? —La voz de Lucía temblaba, pero sus ojos, esos ojos que conocía desde que éramos unos muchachos en el barrio de San Telmo, no mostraban lágrimas. Solo una mezcla de cansancio y resignación.

No supe qué responder. El reloj marcaba las nueve y media de la noche, y el eco de la televisión encendida en el cuarto de nuestro nieto llenaba el silencio incómodo. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del departamento como si quisiera entrar y arrastrar todo lo que quedaba entre nosotros.

Nunca imaginé que a los 65 años estaría sentado en la mesa del comedor, con las manos sudorosas y el corazón latiendo como si tuviera veinte. Pero ahí estaba yo, Ernesto Ramírez, jubilado del Banco Nación, padre de un hijo exitoso y abuelo de dos criaturas hermosas, confesando que ya no podía seguir viviendo una mentira.

—No es por otra mujer —mentí, porque no tenía el valor de decirle la verdad. No todavía.

Lucía se levantó despacio. Su bata azul arrastraba un poco por el suelo. La seguí con la mirada mientras iba a la cocina y volvía con una taza de té. No me ofreció nada. Se sentó frente a mí y suspiró.

—¿Y entonces? ¿Por qué ahora? —preguntó, sin mirarme.

Me quedé callado. Pensé en Marta, en su risa contagiosa y en cómo me hacía sentir vivo otra vez. La conocí en el taller literario del centro cultural del barrio. Al principio solo compartíamos historias y café, pero pronto nuestras charlas se volvieron confidencias y risas furtivas en la plaza. Me sentí ridículo, como un adolescente escondiéndose de sus padres.

Pero no era solo Marta. Era yo. Era el miedo a morirme sin haber sentido otra vez esa chispa en el pecho.

—No sé quién soy —dije al fin—. Siento que me perdí en algún punto del camino.

Lucía soltó una risa amarga.

—¿Y recién ahora te das cuenta? Hace años que somos dos extraños bajo el mismo techo. Solo hablamos de Tomás y los chicos. ¿Cuándo fue la última vez que salimos solos? ¿Que nos miramos de verdad?

No supe qué decirle. Tenía razón. La rutina nos había devorado: las cuentas, las enfermedades, las visitas al médico, las fiestas familiares donde fingíamos ser felices para no preocupar a nadie.

Esa noche dormí en el sillón. Escuché a Lucía llorar bajito en el cuarto. Sentí culpa, rabia y una tristeza tan honda que pensé que nunca podría salir de ahí.

Al día siguiente, Tomás vino a vernos. Lucía lo llamó temprano, sin consultarme. Cuando entró al departamento, supe que ya lo sabía todo.

—¿Qué te pasa, papá? ¿Te volviste loco? —me gritó Tomás, con los ojos rojos de furia—. ¿Vas a tirar todo por la borda por una aventura?

—No es una aventura —dije, bajando la mirada—. No quiero mentirles más.

Tomás me miró como si fuera un extraño. Sentí su decepción como un puñal.

—¿Y mamá? ¿Pensaste en ella? ¿En nosotros?

—Toda mi vida he pensado en ustedes —respondí—. Pero ahora necesito pensar en mí.

Se fue dando un portazo. Lucía no salió del cuarto en todo el día.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Los vecinos murmuraban en el ascensor; mi hermana Rosa me llamó para decirme que era un egoísta; mis nietos dejaron de visitarme porque Tomás no quería que «vieran mi mal ejemplo». En el club de jubilados, algunos amigos me dieron la espalda; otros me miraban con una mezcla de admiración y temor.

Marta fue mi refugio. Me escuchaba sin juzgarme. Me hablaba de sus propios miedos: había enviudado joven y criado sola a sus hijos. Me enseñó a bailar tango otra vez; me recordó cómo era reírse sin culpa.

Pero la culpa nunca se fue del todo. Cada vez que veía a Lucía sola en la plaza o escuchaba su voz cansada al teléfono cuando hablábamos de trámites del divorcio, sentía que le había fallado a todos.

Una tarde, después de firmar los papeles del divorcio en el juzgado de familia del barrio de Flores, Lucía me miró por última vez con esos ojos tristes pero dignos.

—Espero que encuentres lo que buscas, Ernesto —me dijo—. Yo también merezco ser feliz.

Me fui caminando bajo el sol tibio de otoño, sintiendo que algo dentro de mí se rompía para siempre.

Hoy vivo con Marta en un departamento pequeño cerca del río. Tomás apenas me habla; mis nietos me mandan mensajes de vez en cuando. A veces me pregunto si valió la pena todo este dolor por una segunda oportunidad para amar y ser amado.

¿Es egoísmo buscar la felicidad cuando todos esperan que te resignes? ¿O es valentía atreverse a empezar de nuevo cuando todos creen que tu vida ya terminó?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?