El precio de la comida: Cuando el amor de una suegra se mide en billetes
—¿Otra vez arroz con huevo? —preguntó mi hija Valentina, con esa vocecita que mezcla resignación y esperanza. Yo solo pude sonreírle, tratando de ocultar el nudo en la garganta. En la mesa, mi esposo Andrés bajó la mirada, sabiendo que no era culpa mía ni suya. Era culpa de esa casa, de esa costumbre, de esa injusticia que se había instalado como un huésped más desde que nos mudamos con Doña Carmen, mi suegra.
Todo comenzó hace dos años, cuando Andrés perdió su trabajo en la fábrica textil. La pandemia arrasó con todo: empleos, ahorros y hasta el ánimo. No teníamos a dónde ir y Doña Carmen nos abrió las puertas de su casa en el barrio San Martín, en las afueras de Medellín. Al principio, sentí alivio; después, vergüenza. Ahora solo siento rabia.
La casa es grande, pero el cariño es pequeño. Mi cuñada Paola vive en la habitación principal, con aire acondicionado y baño privado. Nosotras dormimos en un cuarto improvisado, donde el calor se pega a la piel como una segunda camisa. Paola no trabaja, pero cada mes recibe dinero de Doña Carmen para sus gastos: ropa nueva, salidas con amigas, hasta para sus uñas acrílicas. A nosotros solo nos toca la comida básica: arroz, lentejas y huevos. Nada más.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Doña Carmen hablando por teléfono:
—No te preocupes, mi amor. Yo te transfiero el dinero hoy mismo. ¿Cuánto necesitas? ¿Cien mil más? Listo, te los mando. Tú eres mi niña.
Sentí cómo la rabia me subía por el pecho. ¿Por qué a Paola sí y a nosotros no? ¿Acaso Valentina no era también su nieta? ¿Acaso Andrés no era su hijo?
Esa noche, cuando todos dormían, hablé con Andrés:
—No puedo más con esto. No es justo. Nos trata como si fuéramos una carga y a Paola como una reina.
Andrés suspiró largo.
—Es su hija menor… Siempre fue así. Yo ya estoy buscando trabajo, amor. Solo aguanta un poco más.
Pero yo no quería aguantar más. Al día siguiente, me armé de valor y enfrenté a Doña Carmen en la cocina:
—Doña Carmen, ¿puedo hablar con usted?
Ella ni siquiera levantó la vista del celular.
—Dime.
—Quiero saber por qué Paola recibe dinero cada mes y nosotros solo comida. No le estoy pidiendo plata para lujos, pero Valentina necesita útiles para el colegio y yo necesito comprarle zapatos nuevos.
Doña Carmen se encogió de hombros.
—Paola no tiene marido que la mantenga. Ustedes son una familia; deben arreglárselas juntos.
—Pero Andrés está sin trabajo…
—Ese no es mi problema —me interrumpió—. Yo ya les doy techo y comida.
Sentí las lágrimas ardiendo en mis ojos. No quería llorar frente a ella, pero no pude evitarlo.
—¿Y Valentina? ¿No le duele verla así?
Doña Carmen guardó silencio unos segundos.
—A mí me duele verlos aquí sin hacer nada —dijo al fin—. Pero yo no puedo cargar con todos.
Me fui al cuarto y lloré en silencio. Andrés me abrazó fuerte esa noche.
Pasaron las semanas y nada cambió. Andrés consiguió trabajos esporádicos: descargando camiones en la plaza de mercado o ayudando a un vecino albañil. Yo limpiaba casas cuando podía. Pero el dinero nunca alcanzaba para salir de ahí.
Un día, Valentina llegó del colegio con los zapatos rotos y los ojos llenos de vergüenza.
—Mamá, las niñas se burlaron de mí porque mis zapatos están viejos…
Eso fue el colmo. Decidí pedir ayuda a mi hermana Lucía, que vive en Bello. Le conté todo por teléfono:
—No sé qué hacer… Siento que nos humillan todos los días.
Lucía me escuchó en silencio y luego me dijo:
—No tienes por qué aguantar eso. Vente para mi casa unos días. Aquí caben todos apretados, pero caben.
Esa noche hablé con Andrés:
—No quiero que Valentina siga creciendo en este ambiente. Prefiero dormir en el piso con Lucía que seguir aquí sintiéndome menos.
Andrés dudó mucho. No quería dejar a su mamá sola ni pelear con Paola. Pero al ver los zapatos rotos de Valentina y mis ojos hinchados de tanto llorar, aceptó.
Empacamos nuestras pocas cosas en bolsas negras y salimos al amanecer, sin despedirnos de nadie. Caminamos hasta la estación del metro y llegamos a Bello antes del mediodía. Lucía nos recibió con un abrazo largo y sincero.
Los primeros días fueron difíciles: poco espacio, mucha gente y aún menos dinero. Pero había algo diferente: dignidad. Nadie nos miraba por encima del hombro ni nos recordaba lo que comíamos o dejábamos de comer.
Con el tiempo, Andrés consiguió trabajo fijo en una bodega y yo empecé a vender arepas caseras en la esquina del barrio. Valentina volvió a sonreír y hasta hizo nuevas amigas en la escuela.
Un día recibí un mensaje de Paola:
—¿Por qué se fueron así? Mi mamá está muy triste.
No respondí enseguida. Pensé mucho antes de contestar:
—Nos fuimos porque merecemos respeto y porque Valentina merece crecer sin sentir vergüenza por lo que tiene o no tiene.
Nunca recibí respuesta.
A veces pienso en Doña Carmen y me pregunto si alguna vez entenderá lo que hizo. Si alguna vez mirará a Valentina como algo más que una boca más que alimentar. Si alguna vez se dará cuenta de que el amor no se mide en billetes ni en platos servidos con desgano.
Hoy miro a mi hija jugar en el parque y me siento orgullosa de haber tomado esa decisión difícil. Porque aprendí que la dignidad no se negocia ni se mendiga; se defiende cada día, aunque duela.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que el cariño familiar viene condicionado? ¿Hasta dónde estarían dispuestos a aguantar por necesidad? Me gustaría leer sus historias.