El precio de mi amor tardío: Cuando criar a un hijo a los 40 se vuelve una batalla

—¡No me importa, mamá! ¡Dije que no quiero comer eso! —gritó Emiliano, tirando el plato al suelo con una rabia que no reconocía en mi propio hijo. El arroz con pollo se desparramó por las baldosas, y sentí cómo el corazón se me partía en dos. ¿En qué momento mi niño dulce se convirtió en este adolescente imposible?

Me llamo Marcela, tengo 52 años y vivo en un barrio de clase media en Guadalajara. Emiliano es mi único hijo, mi milagro tardío. Lo tuve después de años de tratamientos, consultas con curanderas y promesas a la Virgen de Zapopan. Cuando por fin llegó, a mis 40 años, sentí que el universo me lo debía. Y quizás por eso, desde que era bebé, le di todo lo que pedía: juguetes importados, fiestas temáticas, viajes a Cancún cuando cumplió cinco años. Mi esposo, Julián, intentaba poner límites, pero yo siempre encontraba una excusa para ceder.

—Déjalo, Julián. ¿No ves que es nuestro único hijo? —le decía cada vez que él intentaba negarle algo.

Ahora, Emiliano tiene 12 años y parece que nada le basta. No ayuda en casa, no respeta horarios, exige el último celular y se burla de nosotros cuando intentamos corregirlo. La semana pasada, le pedí que me ayudara a lavar los platos y me respondió:

—¿Por qué tengo que hacerlo yo? Mejor contrata a alguien.

Sentí vergüenza y rabia. Recordé a mi madre, doña Teresa, una mujer dura que crió a seis hijos en un departamento de dos cuartos. Nosotros lavábamos la ropa a mano y compartíamos la comida sin rechistar. ¿En qué momento perdí el rumbo?

Una tarde, mientras Emiliano jugaba videojuegos en su cuarto y Julián veía el noticiero en la sala, me senté en la cocina con mi hermana Lucía. Ella siempre fue directa.

—Marcela, tienes que ponerle límites ya. Ese niño va a crecer pensando que el mundo le debe todo.

—¿Y si lo pierdo? —le susurré, con lágrimas en los ojos—. ¿Y si me odia?

Lucía me miró con compasión.

—Peor sería perderlo por haberlo consentido demasiado.

Esa noche no dormí. Recordé cada vez que cedí: cuando le compré la bicicleta más cara porque lloró tres días seguidos; cuando le hice tarea porque decía estar cansado; cuando le permití faltar al catecismo porque “no le gustaba”. Todo por miedo a verlo sufrir, por miedo a perder ese milagro que tanto me costó.

Al día siguiente, intenté hablar con Emiliano.

—Hijo, tenemos que hablar sobre tu actitud —le dije mientras él seguía pegado al celular.

—¿Ahora qué hice? —respondió sin mirarme.

—No puedes seguir tratándonos así. Tienes que empezar a ayudar en casa y respetar las reglas.

Se levantó bruscamente.

—¡Siempre lo mismo! ¡Déjenme en paz! Ustedes son unos anticuados.

Corrió a su cuarto y azotó la puerta. Sentí una mezcla de impotencia y culpa. Julián entró a la cocina y me abrazó en silencio.

Pasaron los días y la tensión creció. Emiliano dejó de hablarme más allá de lo necesario. En la escuela empezaron a llamarme porque no entregaba tareas y contestaba mal a los maestros. Un día recibí una llamada de la directora:

—Señora Marcela, necesitamos hablar sobre el comportamiento de Emiliano. Está aislado y muestra poca empatía con sus compañeros.

Salí del colegio con un nudo en la garganta. ¿Cómo podía ser? ¿En qué fallé?

Esa noche, Julián fue tajante:

—Marcela, esto no puede seguir así. Si no ponemos límites ahora, después será peor. No podemos seguir dándole todo solo porque llegó tarde a nuestras vidas.

Lloré toda la noche. Al día siguiente, tomé una decisión difícil: le quité el celular y los videojuegos hasta nuevo aviso. Le expliqué que tendría responsabilidades en casa: lavar su ropa, poner la mesa y ayudar con las compras.

Emiliano explotó:

—¡Me odian! ¡Son los peores padres del mundo! ¡Ojalá nunca hubiera nacido aquí!

Me encerré en el baño para no gritarle ni llorar frente a él. Sentí que mi corazón se rompía otra vez, pero esta vez no cedí.

Los días siguientes fueron un infierno: gritos, portazos, silencios eternos. Pero poco a poco, Emiliano empezó a cambiar. Un día lo vi recogiendo su ropa sin que se lo pidiera. Otro día puso la mesa sin protestar. No fue fácil ni rápido; cada pequeño avance era una batalla ganada.

Un domingo por la tarde, mientras preparábamos enchiladas juntos en la cocina, Emiliano me miró y dijo:

—¿Por qué ahora sí me pides ayuda?

Lo miré a los ojos y le respondí:

—Porque te amo demasiado como para dejarte crecer pensando que el mundo gira alrededor tuyo.

Él bajó la mirada y siguió rallando queso en silencio. No sé si entendió todo lo que quise decirle, pero sentí que algo había cambiado entre nosotros.

Hoy todavía lucho con la culpa y el miedo. A veces pienso que si hubiera sido más firme desde el principio todo sería diferente. Pero también sé que nunca es tarde para corregir el rumbo.

Me pregunto: ¿Cuántas madres como yo hay allá afuera? ¿Cuántos hijos crecen creyendo que merecen todo solo porque fueron deseados con desesperación? ¿Vale más protegerlos del dolor o enseñarles a enfrentarlo?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?