El precio del amor: La boda de mi hija y el regalo que nunca fue suficiente

—¿Eso es todo? —La voz de Camila temblaba, entre la incredulidad y la rabia. Sostenía el sobre blanco con las manos temblorosas, como si dentro hubiera encontrado una traición en vez de un regalo.

Yo la miré, sintiendo cómo se me apretaba el pecho. El salón aún olía a flores frescas y a perfume caro; las luces del salón de fiestas titilaban sobre los manteles blancos. Habíamos pagado por cada uno de esos detalles: la orquesta, el menú de tres tiempos, la pista de baile iluminada, hasta el mariachi que entró a medianoche para sorprenderla. Todo lo habíamos hecho por ella, por mi única hija.

—Camila, hija, ¿de verdad crees que eso es lo único que te dimos? —le pregunté, tratando de mantener la voz firme. Mi esposo, Jorge, me apretó la mano bajo la mesa.

Ella no respondió. Su esposo, Andrés, bajó la mirada. La madre de Andrés ni siquiera se dignó a venir a hablar con nosotros; su padre se limitó a un apretón de manos frío y distante al final de la fiesta. Ellos solo habían pagado las argollas. Todo lo demás salió de nuestros ahorros, de años de sacrificios y privaciones.

Recuerdo cuando Camila era niña y soñaba con una boda de cuento. Yo le prometí que haría todo lo posible para dársela. Pero nunca imaginé que ese sueño se convertiría en una pesadilla para mí.

—Mamá, todos mis amigos recibieron mucho más dinero de sus padres —dijo Camila, con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Por qué ustedes no pudieron darme algo mejor?

Sentí que algo dentro de mí se rompía. ¿En qué momento mi hija se volvió tan ajena a nuestros esfuerzos? ¿En qué momento dejó de vernos como sus padres y empezó a vernos solo como una fuente de dinero?

—Camila —intervino Jorge, con voz cansada—, tu mamá y yo hemos trabajado toda la vida para darte lo mejor. No nos queda más. Todo lo que teníamos lo pusimos en tu boda.

Ella no quiso escuchar. Se levantó bruscamente y salió del salón, dejando el sobre sobre la mesa como si fuera basura.

Esa noche no pude dormir. Me preguntaba en qué habíamos fallado. ¿Fue culpa nuestra por querer darle todo? ¿Por no enseñarle a valorar el esfuerzo detrás de cada peso?

Los días siguientes fueron un infierno. Camila dejó de hablarnos. Solo recibíamos mensajes fríos y distantes: “Estoy ocupada”, “No puedo ir”, “Andrés y yo tenemos planes”. Su suegra, doña Leticia, empezó a presumir en redes sociales las fotos del evento, como si hubiera sido parte del esfuerzo. Pero todos sabían que solo nosotros habíamos puesto el dinero y el corazón.

Una tarde, mientras lavaba los platos, Jorge se acercó y me abrazó por la espalda.

—No llores más, Lucía —me susurró—. Hicimos lo correcto.

Pero yo no podía dejar de pensar en Camila. En cómo la habíamos criado. En los valores que creímos enseñarle. Recordé las veces que me quedé sin comprarme ropa nueva para poder pagarle sus clases de ballet; las veces que Jorge trabajó horas extra para poder llevarla a los mejores médicos cuando enfermaba.

Una semana después, Camila vino a casa. Entró sin saludar y fue directo al grano:

—¿Van a darme algo más? Andrés dice que sus papás le dieron a su hermana un coche cuando se casó.

Me quedé helada. Sentí rabia, tristeza y una profunda decepción.

—Camila —le dije—, no tenemos más para darte. Todo lo que teníamos lo invertimos en tu felicidad ese día.

Ella me miró como si no me reconociera.

—Entonces no esperen que vuelva —dijo antes de salir dando un portazo.

Jorge lloró esa noche. Yo también. Nos sentíamos vacíos, traicionados por nuestra propia hija.

Pasaron meses sin saber nada de ella. La casa se sentía más fría, más grande. Los domingos eran silenciosos sin su risa ni sus historias. A veces veía sus fotos en redes sociales: viajes con Andrés, cenas elegantes… pero nunca una llamada, nunca un mensaje para saber cómo estábamos.

Un día recibí una llamada inesperada: Camila estaba embarazada. Su voz sonaba diferente, más suave, más cansada.

—Mamá… —susurró—. ¿Puedo ir a casa?

Cuando llegó, la abracé fuerte. Lloramos juntas largo rato. Me pidió perdón entre sollozos.

—No entendía todo lo que hicieron por mí —me dijo—. Ahora que voy a ser mamá… tengo miedo de no saber hacerlo bien.

La perdoné porque es mi hija y porque el amor de madre es más fuerte que cualquier herida.

Hoy Camila viene cada semana a casa. Ayudo a cuidar a mi nieta y poco a poco hemos reconstruido nuestra relación. Pero aún me duele recordar aquel día en que sentí que todo nuestro sacrificio no valía nada para ella.

A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos de enseñarles a nuestros hijos a valorar el esfuerzo? ¿Será que en nuestro afán por darles todo les quitamos la oportunidad de aprender lo más importante?

¿Ustedes qué piensan? ¿Han vivido algo parecido? ¿Cómo se enseña a los hijos a valorar lo que uno hace por ellos?