Él se fue cuando yo tenía nueve meses de embarazo, pero tres años después regresó pidiendo perdón
—¿Así de fácil, Brian? ¿Así te vas? —le grité, sintiendo cómo el dolor me apretaba el pecho más que las contracciones que ya empezaban a anunciarse en mi vientre. Él no me miró. Solo tomó su mochila y salió, dejando tras de sí el eco de una puerta cerrándose y el olor agrio de la traición.
Me llamo Gianna Torres. Nací en Medellín, pero hace años que vivo en un barrio popular de Bogotá. Brian y yo llevábamos siete años juntos antes de casarnos. Siempre pensé que esa historia de que mientras más largo el noviazgo, más difícil el matrimonio era solo un mito. Pero cuando quedé embarazada, todo cambió. Nos casamos por presión de mi mamá, doña Lucía, que siempre decía: “Una niña necesita un papá”.
Nunca vivimos juntos antes del matrimonio. Él tenía su espacio, yo el mío. Nos veíamos los fines de semana, salíamos a bailar salsa en la 70, comíamos arepas con queso en la esquina y soñábamos con un futuro juntos. Pero cuando la barriga empezó a crecer y los gastos también, Brian se volvió irritable, distante. Yo trataba de entenderlo: la economía estaba dura, él perdió su trabajo en la fábrica y yo apenas podía trabajar vendiendo empanadas desde casa.
La noche que se fue, yo tenía nueve meses de embarazo. Mi mamá lloraba en la cocina, mi hermana menor me abrazaba y yo solo podía pensar en cómo iba a parir sola. El miedo era tan grande que sentía que me ahogaba. Pero no tuve tiempo para lamentarme: dos días después rompí fuente y mi hija Valentina llegó al mundo.
Los primeros meses fueron un infierno. No tenía leche suficiente y Valentina lloraba sin parar. Mi mamá me ayudaba como podía, pero ella también estaba cansada. Las noches eran eternas; el silencio de la casa solo se rompía con los llantos de mi hija y los míos propios. A veces pensaba en buscar a Brian, pedirle que volviera aunque fuera solo por la niña. Pero el orgullo y la rabia me lo impedían.
Pasaron los años. Aprendí a ser madre soltera en un país donde todo cuesta el doble si eres mujer y pobre. Trabajé limpiando casas, vendiendo dulces en la universidad cercana, hasta logré montar una pequeña tienda en la sala de mi casa. Valentina creció fuerte y alegre, aunque a veces preguntaba por su papá.
—¿Mami, por qué mi papá no viene nunca? —me preguntó una noche mientras le cepillaba el cabello.
—Porque está lejos, mi amor —le respondí, tragándome las lágrimas.
La familia nunca dejó de opinar. Mi tía Rosa decía que debía buscarme otro hombre; mi abuela repetía que los hombres siempre vuelven cuando menos lo esperas. Yo solo quería paz.
Y entonces, una tarde lluviosa de agosto, mientras acomodaba las cajas de leche en la tienda, escuché un golpe en la puerta. Era él. Brian estaba parado bajo la lluvia, empapado y con una mirada que no reconocí.
—Gianna… —susurró—. Necesito hablar contigo.
Sentí que el tiempo se detenía. Valentina jugaba en el piso con sus muñecas y al verlo corrió a esconderse detrás de mí. No supe qué decirle; solo lo miré con todo el rencor acumulado durante tres años.
—¿Ahora sí te acuerdas que tienes una hija? —le solté con voz temblorosa.
Brian bajó la cabeza. Me contó que había estado viviendo en Cali, trabajando como conductor de bus intermunicipal. Que no tuvo valor para llamarme ni para enfrentar a su hija porque sentía vergüenza y miedo. Que había cambiado, que quería ser parte de nuestras vidas otra vez.
No le creí ni una palabra. Pero mi mamá lo invitó a pasar, porque “la sangre llama”, decía ella. Esa noche cenamos juntos por primera vez desde que se fue. El ambiente era tenso; Valentina no le dirigía la palabra y yo apenas podía mirarlo sin recordar todas las noches que lloré por su culpa.
Los días siguientes Brian insistió en ver a Valentina. Le llevó regalos: una muñeca grande, un vestido rosado, hasta una bicicleta usada. Mi hija lo miraba con desconfianza; yo también. Pero poco a poco empezó a sonreírle, a dejarse abrazar.
Una tarde lo encontré llorando en el patio trasero.
—Perdóname, Gianna —me dijo—. Sé que no merezco nada, pero quiero intentarlo otra vez… aunque sea como papá.
No supe qué responderle. Mi corazón estaba dividido entre el odio y la esperanza. ¿Podía perdonarlo después de tanto dolor? ¿Era justo para Valentina negarle la oportunidad de conocer a su padre?
La familia se dividió: unos decían que debía darle otra oportunidad; otros aseguraban que quien abandona una vez lo hace dos veces. Yo solo pensaba en mi hija y en mí misma: ¿sería capaz de volver a confiar?
Han pasado seis meses desde su regreso. Brian ha cumplido: viene todos los fines de semana, lleva a Valentina al parque, me ayuda con la tienda y hasta consiguió trabajo cerca del barrio. Pero cada vez que lo veo jugar con nuestra hija siento una mezcla extraña de alegría y miedo.
A veces me pregunto si las heridas realmente sanan o solo aprendemos a vivir con ellas.
¿Ustedes creen que uno puede perdonar algo así? ¿Vale la pena arriesgarse otra vez por amor o es mejor cerrar la puerta para siempre?