El Secreto de Mariana: Entre el Amor y el Miedo

—¿Por qué no me lo dijiste antes, Mariana? —mi voz temblaba, más por miedo que por enojo. Ella me miró desde la cama, sus ojos grandes y oscuros llenos de lágrimas contenidas. El ventilador giraba lento en el techo, moviendo el aire caliente de nuestra casa en Monterrey, pero yo sentía frío en los huesos.

Todo comenzó esa tarde de junio, cuando encontré los frascos de pastillas escondidos en la bolsa de suéteres viejos. No eran vitaminas ni analgésicos comunes; los nombres eran complicados, imposibles de pronunciar. Sentí un nudo en el estómago. Mariana siempre había sido reservada, pero nunca pensé que pudiera ocultarme algo tan grave.

—No quería que te preocuparas —susurró—. Pensé que si lo ignoraba… tal vez desaparecería.

Me senté a su lado, sin saber si abrazarla o gritarle. Dos años. Dos años de citas médicas a escondidas, de dolores disfrazados de cansancio, de excusas para no salir los domingos con mis padres. ¿Cómo no lo vi? ¿En qué momento dejamos de hablarnos de verdad?

Mariana y yo nos conocimos en la universidad. Ella estudiaba psicología y yo ingeniería. Nos enamoramos rápido, como suele pasar cuando uno es joven y cree que el amor todo lo puede. Nos casamos en una iglesia pequeña, rodeados de amigos y familia. Soñábamos con tener hijos, viajar a Oaxaca, poner un café juntos. Pero la vida, como siempre, tenía otros planes.

La enfermedad llegó silenciosa. Primero fue el cansancio, luego los dolores en las articulaciones, las fiebres sin razón. Mariana empezó a faltar al trabajo, a dormir más de la cuenta. Yo pensaba que era estrés. Le decía que descansara, que todo iba a estar bien. Nunca imaginé que detrás de su sonrisa se escondía un diagnóstico: lupus.

—¿Por qué no confiaste en mí? —le pregunté esa noche, mientras la ciudad se apagaba tras la ventana.

—Tenía miedo —admitió—. Miedo de que te cansaras, de que te fueras. No quería ser una carga para ti.

Sentí rabia, pero no contra ella. Contra mí mismo, por no haber visto las señales; contra el mundo, por ser tan injusto con alguien tan buena como Mariana. Recordé a mi madre diciéndome de niño: “En la salud y en la enfermedad”, pero nunca pensé que esas palabras dolieran tanto.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mariana empezó a contarme todo: las visitas al reumatólogo en el IMSS, las noches llorando sola en el baño para que yo no la escuchara, el miedo constante a perder su trabajo por las ausencias. Me mostró su libreta llena de anotaciones: síntomas, medicamentos, fechas de análisis. Cada página era una puñalada.

Intenté ser fuerte por ella. La acompañé a sus consultas, aprendí sobre la enfermedad, hablé con su doctora. Pero también tuve momentos de debilidad: noches en las que me encerraba en el coche para llorar sin que ella me viera; días en los que me sentía impotente ante su dolor.

Nuestra familia empezó a notar el cambio. Mi suegra preguntaba por qué Mariana ya no iba a las reuniones; mi papá sugería que nos mudáramos al DF para buscar mejores médicos. Pero Mariana no quería que nadie más supiera. “Es nuestro secreto”, me decía.

Un día discutimos fuerte. Yo quería contarle a su mamá; ella se negó rotundamente.

—¡No quiero lástima! —gritó—. ¡No quiero que me miren como si estuviera muriendo!

—¡No estás sola! —le respondí—. ¡Déjame ayudarte!

Nos quedamos en silencio largo rato. Al final, me abrazó y lloró como nunca antes.

Poco a poco aprendimos a vivir con la enfermedad. Hubo días buenos: desayunos juntos en la terraza, películas abrazados en el sillón, paseos cortos por la Macroplaza cuando se sentía mejor. Pero también hubo días malos: crisis de dolor, hospitalizaciones inesperadas, miedo al futuro.

El dinero empezó a escasear; los medicamentos eran caros y mi trabajo como ingeniero civil no siempre era estable. Vendimos el coche para pagar una operación; Mariana tuvo que dejar su empleo porque ya no podía cumplir con los horarios. A veces discutíamos por tonterías: quién iba al súper, quién lavaba los platos. Pero detrás de cada pelea estaba el mismo miedo: perder lo poco que nos quedaba.

Una noche, mientras veíamos una novela en la tele vieja del cuarto, Mariana me tomó la mano.

—¿Todavía me amas? —preguntó con voz bajita.

Sentí un nudo en la garganta.

—Te amo más que nunca —le dije—. Pero tengo miedo… miedo de perderte.

Ella sonrió triste y apoyó su cabeza en mi hombro.

—Yo también tengo miedo —susurró—. Pero si estamos juntos… tal vez podamos con esto.

Hoy escribo esto desde nuestra pequeña casa en Monterrey. Mariana duerme a mi lado; su respiración es tranquila por primera vez en semanas. No sé qué nos espera mañana: tal vez una nueva crisis, tal vez un día bueno. Lo único que sé es que el amor verdadero no es perfecto ni fácil; es elegir quedarse incluso cuando todo parece perdido.

A veces me pregunto: ¿cuántas personas viven con secretos por miedo a perder lo que más aman? ¿Vale la pena callar para proteger al otro… o solo nos alejamos más?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?