El secreto de mi cuñado que destrozó mi familia
—¿Por qué guardas esto aquí, Mauricio? —pregunté en voz baja, aunque sabía que nadie podía escucharme. El sobre estaba escondido detrás de los libros de recetas de mamá, en la repisa más alta de la cocina. No era mi costumbre revisar cosas ajenas, pero ese día, mientras limpiaba la casa de mi hermana Lucía, algo me impulsó a ordenar hasta el último rincón.
La carta tenía mi nombre escrito con la letra temblorosa de mi cuñado. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Mauricio siempre había sido el yerno perfecto para mis padres y el esposo ideal para Lucía: trabajador, atento, nunca levantaba la voz. Pero esa carta… esa carta no era para mí. Era para alguien más. Y lo peor: no era la única.
Me senté en el suelo frío de la cocina, con las piernas cruzadas y el corazón latiendo tan fuerte que pensé que se me saldría del pecho. Abrí el sobre con manos temblorosas. «Querida Camila…». Mi nombre. Pero el contenido no era para mí, sino para otra Camila. Una mujer a la que Mauricio le confesaba su amor prohibido, su deseo de dejarlo todo y empezar una nueva vida lejos de aquí, lejos de Lucía, lejos de nuestra familia.
No podía creerlo. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía Mauricio engañar así a mi hermana? ¿Y por qué tenía esas cartas guardadas en la casa donde vivían con sus hijos? Sentí rabia, tristeza y una profunda vergüenza. Recordé todas las veces que defendí a Mauricio cuando Lucía se quejaba de sus ausencias, de sus viajes repentinos por «trabajo» a Monterrey o Guadalajara. Yo le decía: «No seas malpensada, hermana, Mauricio te adora».
La puerta principal se abrió de golpe y escuché las voces de mis sobrinos corriendo por el pasillo. Guardé rápidamente las cartas en mi bolso y me limpié las lágrimas antes de que Lucía entrara a la cocina.
—¿Todo bien, Cami? —me preguntó con esa sonrisa cansada que últimamente siempre llevaba puesta.
—Sí, solo estaba terminando de limpiar —respondí, evitando mirarla a los ojos.
Esa noche no pude dormir. Me debatía entre contarle la verdad a Lucía o guardar silencio para no destruir su mundo. Pensé en mis padres, en cómo siempre nos enseñaron que la familia es lo más sagrado. Pero también pensé en Lucía, en cómo merecía saber la verdad.
Al día siguiente, busqué a Mauricio en su trabajo. Lo encontré en el taller mecánico donde siempre presumía de ser «el mejor jefe de la colonia». Cuando me vio, su rostro se tensó.
—¿Qué haces aquí, Camila? —preguntó, nervioso.
Saqué las cartas de mi bolso y las puse sobre la mesa.
—¿Por qué? —fue lo único que pude decir.
Mauricio bajó la mirada y suspiró.
—No es lo que piensas…
—¿Ah, no? ¿Entonces qué es? ¿Por qué le escribes a otra mujer diciéndole que quieres dejar a mi hermana?
Mauricio se pasó las manos por el cabello y murmuró:
—No sé cómo pasó… Me sentí solo, Lucía ya no es la misma desde que nació el último niño… Yo…
—¡No te atrevas a culparla! —le grité—. ¡Ella ha dado todo por ti y por tus hijos!
Salí del taller sin esperar más explicaciones. Sentía un nudo en el estómago y una rabia que me quemaba por dentro. ¿Cómo podía alguien destruir así una familia?
Esa tarde cité a Lucía en el parque donde jugábamos de niñas. Le entregué las cartas sin decir palabra. Ella las leyó en silencio, con lágrimas corriendo por sus mejillas. Cuando terminó, me abrazó tan fuerte que sentí su dolor como si fuera mío.
—Gracias por decírmelo —susurró—. Prefiero saber la verdad a vivir engañada.
Los días siguientes fueron un infierno. Mis padres se enteraron y culparon a Lucía por «no cuidar bien a su marido». Mi abuela Rosa lloraba en silencio en la cocina mientras preparaba café para los vecinos chismosos que venían a «ofrecer apoyo» pero solo querían enterarse del escándalo.
Mauricio intentó hablar con Lucía varias veces, pero ella no quiso verlo. Mis sobrinos preguntaban por su papá y yo no sabía qué responderles. Sentí que toda la familia se desmoronaba y que yo era responsable por haber destapado esa verdad.
Una noche, mientras cenábamos en silencio, mi papá golpeó la mesa con fuerza.
—¡Aquí nadie va a abandonar a nadie! ¡Somos una familia y vamos a salir adelante!
Pero yo sabía que nada volvería a ser igual. Lucía dejó de comer, apenas hablaba y pasaba horas mirando por la ventana. Yo me sentía impotente, culpable y sola.
Un día decidí salir a caminar por el barrio para despejarme. Me encontré con Don Ernesto, el vecino de toda la vida.
—¿Cómo está tu hermana? —me preguntó con voz suave.
—Mal… todos estamos mal —respondí.
Don Ernesto me miró con compasión y me dijo:
—A veces es mejor enfrentar la verdad aunque duela. El tiempo sana todo, mija.
Sus palabras me dieron un poco de consuelo, pero también me hicieron pensar: ¿realmente el tiempo lo cura todo? ¿O hay heridas que nunca cierran?
Pasaron los meses y poco a poco Lucía empezó a recuperar fuerzas. Consiguió un trabajo como maestra en una escuela primaria y empezó a sonreír otra vez. Mauricio se fue del barrio y apenas manda dinero para los niños. Mis padres siguen sin perdonarla del todo y yo sigo sintiendo esa mezcla de culpa y alivio por haberle contado la verdad.
A veces me pregunto si hice lo correcto. ¿Era mi deber proteger a mi hermana aunque eso destruyera nuestra familia? ¿O debí quedarme callada para evitar tanto dolor?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Es mejor vivir con una mentira o enfrentar la verdad aunque duela?