Elegí mi dignidad, tú preferiste los secretos ajenos

—¿Por qué no te acercas, Sofía? —me preguntó mi prima Mariana, mientras la pista de baile vibraba con el último éxito de Karol G. Yo me limité a sonreír y a mirar mi copa de vino, sintiendo el peso de la noche sobre mis hombros. La boda de mi mejor amiga, Camila, era un espectáculo de alegría, pero yo solo podía pensar en Julián, mi pareja desde hace seis años, que se había perdido entre los invitados desde hacía más de media hora.

El maestro de ceremonias anunció el lanzamiento del ramo. Yo ni siquiera pensaba participar; nunca creí en esas supersticiones. Pero cuando Camila giró y lanzó las flores, sentí que el mundo se detenía. El ramo voló directo hacia mí. Instintivamente extendí las manos y lo atrapé. Todos aplaudieron y gritaron mi nombre. Yo solo quería desaparecer.

Busqué a Julián entre la multitud. Lo vi junto a una mujer que no conocía, riendo demasiado cerca, sus rostros iluminados por las luces tenues del salón. Sentí un nudo en el estómago. Me acerqué despacio, fingiendo seguridad.

—¿Te divertías? —pregunté, intentando sonar casual.

Julián me miró como si acabara de interrumpirle un secreto. —Claro, amor. Solo platicaba con… eh… Valeria, la prima de Camila.

Valeria me saludó con una sonrisa incómoda y se alejó rápidamente. Julián se quedó mirándome, nervioso.

—¿Por qué no bailamos? —propuso, pero su mano temblaba cuando me tomó por la cintura.

Bailamos una canción. Yo sentía su cuerpo frío, distante. No era la primera vez que lo notaba así, pero esta noche todo era más evidente. Recordé las veces que llegaba tarde a casa, los mensajes que contestaba a escondidas, las llamadas que cortaba apenas entraba yo al cuarto.

La fiesta terminó y volvimos a casa en silencio. En el taxi, Julián miraba por la ventana. Yo apretaba el ramo entre los dedos hasta sentir las espinas clavarse en mi palma.

Al llegar al departamento en la colonia Narvarte, Julián fue directo al baño. Yo me senté en la sala, mirando el ramo sobre la mesa. De pronto, su celular vibró. Una notificación iluminó la pantalla: «Te extraño. ¿Cuándo nos vemos?» El mensaje era de Valeria.

Mi corazón latió tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. No era la primera vez que sospechaba algo así, pero verlo tan claro me rompió por dentro.

Cuando Julián salió del baño, lo enfrenté:

—¿Quién es Valeria para ti?

Él titubeó. —Solo una amiga…

—No mientas —le interrumpí—. Vi el mensaje.

Se quedó callado unos segundos eternos. Luego bajó la mirada.

—No sé qué decirte, Sofía. No quería hacerte daño.

—Pero lo hiciste —le respondí con voz quebrada—. ¿Por qué?

Julián se encogió de hombros, como si no supiera cómo explicar su traición. —Me sentía vacío… No sé. No quería perderte pero tampoco sabía cómo seguir igual.

Las lágrimas me ardían en los ojos. Pensé en todo lo que habíamos construido juntos: los domingos de chilaquiles en el mercado, las noches viendo películas abrazados en el sillón viejo que heredé de mi abuela, los sueños de viajar juntos a Oaxaca o a Cartagena algún día.

—¿Y ahora qué? —pregunté con voz baja.

Julián no respondió. Se fue a dormir al cuarto sin decir nada más.

Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la sala, mirando el ramo marchitarse poco a poco bajo la luz amarilla del foco ahorrador. Pensé en mi mamá y en cómo siempre me decía: «Mija, nunca te quedes donde no te quieran bien». Recordé a mi papá y su silencio cuando mi mamá lloraba por sus ausencias.

A la mañana siguiente, preparé café y empacando algunas cosas en una mochila vieja, decidí irme al departamento de Mariana por unos días. Julián ni siquiera intentó detenerme; solo murmuró un «lo siento» desde la puerta del baño.

En casa de Mariana lloré como nunca antes. Ella me abrazó fuerte y me preparó chocolate caliente con pan dulce.

—No es tu culpa —me dijo—. A veces uno ama tanto que se olvida de sí misma.

Pasaron los días y empecé a reconstruirme poco a poco. Volví a salir con mis amigas, retomé mis clases de yoga en el parque México y hasta me animé a inscribirme en un taller de escritura creativa en Coyoacán.

Un día recibí un mensaje de Julián: «¿Podemos hablar?» Dudé mucho antes de responderle. Finalmente accedí a verlo en una cafetería cerca del metro Etiopía.

Julián llegó con cara cansada y ojeras profundas.

—Te extraño —me dijo apenas nos sentamos—. Me equivoqué mucho contigo.

Lo miré largo rato antes de responder:

—No soy un premio de consolación ni un refugio cuando te sientes solo. Yo también merezco ser elegida todos los días.

Él bajó la cabeza y no insistió más.

Salí de esa cafetería sintiéndome más ligera, aunque con el corazón aún adolorido. Pero algo dentro de mí había cambiado: ya no tenía miedo a estar sola; tenía miedo a perderme a mí misma por quedarme donde no era valorada.

Hoy escribo esto desde mi nuevo departamento en la colonia Portales, rodeada de plantas y libros viejos que rescato de los tianguis los domingos por la mañana. A veces todavía duele recordar lo que perdí, pero duele menos que traicionarme a mí misma por miedo a estar sola.

Me pregunto: ¿cuántas veces nos quedamos donde no nos quieren bien solo por miedo al vacío? ¿Cuántas veces elegimos los secretos ajenos antes que nuestra propia dignidad?

¿Y tú? ¿Te has atrevido alguna vez a elegirte a ti mismo antes que a alguien más?